Hay una paradoja curiosa en la historia de la tecnología: cuanto más poderosa se vuelve, menos visible es su impacto estratégico.
En 2003, Nicholas G. Carr escribió uno de los artículos más provocadores de la historia de Harvard Business Review: “IT Doesn’t Matter”.
Su tesis era simple, casi herética:
“La tecnología de la información ha dejado de ser una fuente de ventaja competitiva.”
Lo que antes era diferencial —tener ordenadores, redes, servidores, sistemas de gestión— se ha vuelto infraestructura básica, como la electricidad o el agua corriente.
Ya no se compite por tener tecnología, sino por usar mejor lo que todos tienen.
Carr no decía que la tecnología no importara.
Decía algo más inquietante: que cuando una tecnología se vuelve demasiado accesible, estandarizada y ubicua, deja de ser estratégica.
Hoy me gustaría volver sobre esta tesis desde la perspectiva de los cambios y la evolución del mercado.
¿Seguimos en el mismo punto debido a la IA generativa?
¿Ha supuesto su llegada una segunda vida para el sector TIC?
¿Debemos considerarla un subsegmento de las TIC o una categoría con entidad propia?
Dejame intentar aclarar algunos de estos melones que he abierto hace un momento.
La era post-ventaja tecnológica
Hoy esa idea parece profética.
En 2003 hablábamos de servidores y software.
En 2025, hablamos de inteligencia artificial generativa, automatización y modelos autónomos capaces de hacer lo que antes solo hacían humanos.
Y algo parecido está ocurriendo otra vez.
La tecnología, esa fuente inagotable de ventajas temporales, está democratizándose a una velocidad sin precedentes.
Cualquier estudiante con conexión a internet tiene acceso a una capacidad de cómputo y a herramientas cognitivas que hace diez años eran impensables incluso para grandes corporaciones.
Los algoritmos se han convertido en los nuevos “ferrocarriles” de la economía global: todos circulamos por las mismas vías.
La ventaja ya no está en tener tecnología, sino en tener propósito, criterio y humanidad.
El poder se ha desplazado del hardware al humanware.
El costo de que todo funcione solo
Pero aquí surge una pregunta más profunda, casi incómoda.
Si las máquinas hacen cada vez más tareas humanas —más rápido, más barato, más preciso—, ¿qué ocurre con el valor del trabajo humano?
En el fondo, Carr nos dio una pista sobre lo que vendría:
cuando una infraestructura se vuelve ubicua, su valor se socializa.
Lo mismo podría ocurrir con la producción automatizada: el valor ya no puede concentrarse en quien controla la máquina, porque la máquina lo hace todo.
El resultado lógico de una sociedad donde la eficiencia marginal del trabajo humano tiende a cero no es solo económico, es civilizatorio.
Nos obliga a repensar cómo distribuimos la riqueza cuando el trabajo deja de ser la única fuente de renta.
La renta básica como infraestructura social
Así como la tecnología se ha convertido en una infraestructura económica, la renta básica universal (RUB) podría convertirse en una infraestructura social:
un mecanismo para sostener la dignidad y la capacidad de elección de las personas en un mundo donde la productividad deja de depender exclusivamente de ellas.
La lógica es paralela a la que Carr describía:
En los inicios, las empresas obtenían ventajas por ser las primeras en adoptar tecnología.
Pero cuando la tecnología se universalizó, su valor se trasladó al conjunto de la sociedad.
Del mismo modo, las rentas derivadas de la automatización podrían —y quizás deberían— redistribuirse como un bien común.
No como un subsidio, sino como un dividendo tecnológico.
Si la IA, la robótica y la automatización van a generar riqueza sin necesidad directa de empleo humano,
entonces la Renta Universal Básica podría ser la nueva capa de infraestructura moral y económica que equilibre el sistema.
De la eficiencia al significado
En ese futuro, la innovación no será solo crear tecnología más rápida o barata.
Será crear sistemas sociales que den sentido a una economía donde la escasez desaparece pero el propósito se vuelve escaso.
La pregunta ya no será “¿qué puedes hacer tú que una máquina no pueda?”,
sino “¿qué quieres hacer cuando la máquina ya puede hacerlo todo?”.
Quizá la próxima frontera de la innovación no esté en la inteligencia artificial, sino en la inteligencia social:
en diseñar nuevas formas de convivencia, propósito y distribución.
La Renta Universal Básica no sería el final del trabajo, sino el principio de una nueva relación entre tecnología y humanidad.
Food for thought
Nicholas Carr nos advirtió que la tecnología perdería su magia cuando se convirtiera en algo común.
Quizá tenía razón.
Pero lo que no imaginó fue que, cuando eso ocurriera, la pregunta más innovadora ya no sería tecnológica, sino ética:
¿Qué hacemos cuando el progreso deja de ser una ventaja y se convierte en un deber compartido?
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD1. Si te interesa profundizar en cómo la automatización redefine el valor del trabajo, te recomiendo “El auge de los robots” de Martin Ford. Es una de las obras más lúcidas sobre cómo la productividad sin empleo cambia el contrato social.
PD2. Para entender la idea de la renta básica como “infraestructura moral”, vale la pena leer “Utopía para realistas” de Rutger Bregman. No habla solo de dinero, sino de dignidad y de tiempo para pensar.
PD3. Nicholas Carr amplió sus ideas en “El Gran Interruptor”, donde plantea cómo la computación en la nube transformó el poder económico del mismo modo que la electricidad lo hizo un siglo antes.
PD4. Si prefieres algo más cercano a la ética de la automatización, “21 lecciones para el siglo XXI” de Yuval Noah Harari ofrece una visión honesta —y a veces incómoda— sobre el sentido del trabajo en la era post-humana.


