Durante más de dos siglos, el progreso económico ha girado en torno a una ecuación casi sagrada: trabajo + productividad = prosperidad.
Cada revolución tecnológica —del vapor a la electricidad, del ordenador al algoritmo— prometía liberarnos, pero paradójicamente nos ató más fuerte a la rueda de la eficiencia.
Hasta ahora.
Hoy, la inteligencia artificial, la automatización y la digitalización masiva están rompiendo ese vínculo histórico.
Por primera vez, podemos producir abundancia sin depender del esfuerzo humano constante.
Y eso nos enfrenta a una pregunta que no es técnica, sino moral:
¿Qué sentido tiene un sistema económico diseñado para la escasez en una era de abundancia?
El límite de la eficiencia
El economista y pensador holandés Rutger Bregman, en su libro Utopía para realistas, plantea que el mayor obstáculo del presente no es la falta de recursos, sino la falta de imaginación.
Vivimos en un mundo que podría erradicar la pobreza, reducir drásticamente el trabajo forzoso y abrir fronteras al talento global.
Sin embargo, seguimos operando bajo los mismos supuestos que hace un siglo: que el empleo define el valor de una persona, que la productividad mide el progreso, y que la escasez es inevitable.
Bregman desafía esas tres creencias con ideas radicales, pero sustentadas en la evidencia empírica:
Una Renta Básica Universal que garantice a todos un ingreso suficiente para vivir con dignidad.
Una semana laboral de 15 horas, que recupere tiempo para la creatividad, la familia y la reflexión.
Una apertura de fronteras, que fomente la cooperación y la movilidad humana en lugar de restringirla.
Lejos de ser utopías ingenuas, Bregman las plantea como experimentos pragmáticos, sustentados en datos históricos y pruebas reales:
municipios que han probado rentas básicas con éxito, países que han reducido las horas laborales sin perder productividad, y estudios que demuestran que la generosidad social puede ser más eficiente que el control burocrático.
La renta básica como infraestructura moral
Si Nicholas Carr tenía razón al decir que la tecnología ya no genera ventajas sostenibles, entonces el próximo paso lógico es preguntarnos qué hacer con la ventaja colectiva que esa tecnología genera.
La Renta Básica Universal (RUB) puede verse como la infraestructura social del siglo XXI, del mismo modo que la electricidad o Internet fueron las infraestructuras del XX.
No se trata solo de repartir dinero, sino de redistribuir libertad: la libertad de elegir, de crear, de fracasar sin caer en la miseria.
En una sociedad donde las máquinas producen abundancia, el desafío no es económico, sino existencial: ¿cómo damos sentido a la vida cuando el trabajo deja de ser el centro?
Bregman no propone dejar de trabajar, sino dejar de depender del trabajo para sobrevivir.
Propone una economía donde el propósito sustituya al miedo como motor de progreso.
Harari y el nuevo contrato social
El historiador Yuval Noah Harari advierte que la próxima gran brecha social no será entre ricos y pobres, sino entre relevantes e irrelevantes.
Cuando la automatización avance lo suficiente, una parte significativa de la población podría quedar fuera del mercado laboral por simple obsolescencia económica.
La Renta Básica sería entonces una forma de construir un nuevo contrato social, uno que no condicione la dignidad a la productividad, sino que reconozca el valor intrínseco de cada ser humano por su capacidad de pensar, cuidar, imaginar y crear.
Harari lo resume con una frase que parece diseñada para esta era:
“En el siglo XXI, el trabajo no desaparecerá por completo, pero dejará de ser la fuente central de significado.”
El giro del capitalismo
Nos acercamos a un punto de inflexión.
El capitalismo de eficiencia —centrado en producir más con menos— está dando paso a un capitalismo de propósito, centrado en crear valor con sentido.
En este nuevo paradigma:
La innovación no se mide en PIB, sino en bienestar y tiempo recuperado.
El éxito no se define por el crecimiento, sino por la sostenibilidad y la justicia.
Y la productividad ya no consiste en hacer más cosas, sino en hacer mejor las cosas que importan.
El reto no es técnico.
Es ético.
Porque cuando la eficiencia deja de ser escasa, el propósito se convierte en el recurso más valioso del planeta.
Food for thought
En su ensayo de hace casi 25 años, Nicholas Carr ya tenía razón: la tecnología, cuando se universaliza, pierde su poder diferenciador.
Pero en ese proceso, también democratiza la posibilidad de un nuevo comienzo.
Si el valor ya no está en los medios de producción, entonces el futuro pertenece a quienes dominen los medios dándoles significado.
El siguiente gran avance de la humanidad no será inventar nuevas máquinas, sino reimaginar para qué existen.
Y, quizá, el verdadero lujo del futuro no será tener más, sino poder elegir por qué vivir.
Si la renta básica garantiza la supervivencia, ¿qué tipo de trabajo elegiremos cuando ya no tengamos que trabajar por necesidad, sino por sentido?
Seguramente, la próxima revolución no será industrial ni digital, sino psicológica: una revolución del propósito, del tiempo y de la atención.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD — Emulando a mi querido Sheldon Cooper, déjame traer para cerrar esta edición, un dato curioso. En 1930 en su famoso ensayo “Economic Possibilities for our Grandchildren”, el economista John M. Keynes predijo que trabajaríamos 15 horas semanales gracias al progreso tecnológico. Lo acertó todo, salvo nuestra incapacidad de soltar el hábito del trabajo como identidad.


