Te despiertas un lunes. No hay despertador. No hay prisa. Trabajarás seis horas y después tendrás el resto del día para leer, pasear o tocar la guitarra. No tienes deudas. No tienes jefe. No hay facturas por pagar. Ni siquiera hay dinero.
Así es la vida… en Utopía.
Este lugar no es la última serie de ciencia ficción en Netflix. Es un mundo imaginado… en 1516. Por un abogado inglés, de barba espesa y convicciones más firmes que los muros de la Torre de Londres: Tomás Moro.
Y lo más fascinante no es lo que imaginó, sino por qué lo hizo… y cómo ese ejercicio de imaginación todavía resuena 500 años después.
Cuando se publicó, Utopía generó una mezcla de entusiasmo y sospecha. Los humanistas de la época aplaudieron su ingenio. La iglesia, en cambio, no supo si tomárselo como herejía encubierta o como una broma demasiado elaborada.
Y es que la pregunta sigue viva hasta hoy:
¿Fue Utopía una propuesta seria de un mundo mejor? ¿O una sátira aguda que exponía los excesos del idealismo político? Tal vez ambas.
A pesar de las ideas provocadoras que contenía, Utopía no detuvo la carrera de Moro. Al contrario. Fue nombrado Lord Canciller en 1529. Pero su caída sería tan rápida como su ascenso. La misma mente que imaginó una isla sin propiedad privada, con tolerancia religiosa y horarios de trabajo limitados, no podía aceptar que su rey se convirtiera en cabeza de la Iglesia. Y así, el autor de la sociedad perfecta, acabó perdiendo la cabeza… en la sociedad real.
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Un hombre camina por calles embarradas, esquivando ratas, respirando el humo de una ciudad donde la pobreza y la desigualdad son ley. Ese hombre es Tomás Moro, y su mundo —la Inglaterra del siglo XVI— está roto.
La propiedad está concentrada en unos pocos. La religión divide. La gente trabaja hasta el agotamiento… y aun así, muere pobre. Y entonces, en medio de ese caos, Moro es capaz de crear su fantasía donde escapar de esa realidad: un libro sobre una isla lejana, gobernada por la razón, no por reyes. Un lugar donde no existe la propiedad privada, ni el dinero, ni la intolerancia religiosa. Donde la salud es pública, la educación es universal y las decisiones se toman entre todos. Un lugar llamado Utopía.
Moro no se limita a escribir un ensayo. Usa una historia. Un personaje. Un viajero llamado Raphael Hythloday —nombre que en griego significa “el que vende tonterías”—. Es él quien relata su paso por esa isla ideal. Describe calles limpias, ciudades iguales, jardines comunes. Habla de un sistema político democrático y meritocrático, donde los líderes no nacen en castillos sino que son elegidos por el pueblo.
¿Trabajo? Solo seis horas al día.
¿Religión? Libertad total.
¿Bienes? Compartidos.
¿Educación y sanidad? Para todos, desde siempre.
Era, para su época, una revolución escrita en tinta.
Pero hay un pequeño matiz. Porque Utopía no es perfecta. En esa isla también hay esclavos. También hay expansión colonial. No es un paraíso total. Y ahí está el quid de la cuestión, Moro no escribió un modelo. Escribió una provocación y crítica a la sociedad de su época. Un espejo donde el lector se viera reflejado y le hiciera pensar.
Al final del todo, lo que quedaba era una pregunta disfrazada de fantasía: ¿Y si el mundo no tuviera que ser como es?
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Esta pregunta era una provocación directa a los valores de su tiempo… y, quizás, también a los nuestros.
Mientras Europa perseguía el oro por medio mundo, en Utopía ese mismo oro no valía nada. Los metales preciosos, en lugar de ser tesoros, eran símbolos de vergüenza. Así, Moro lanzaba un dardo directo al materialismo y la avaricia de su época.
La reflexión y mensaje de su obra era evidente: Si el dinero desaparece, desaparecen también muchas de nuestros problemas como sociedad.
La desigualdad. El robo. La corrupción. ¿Y si todo eso no fuera inevitable, sino el resultado de estructuras que nosotros mismos hemos elegido mantener?
En un continente desgarrado por guerras constantes, Utopía solo lucha como último recurso. Defienden a los oprimidos. Se protegen si son atacados. Y si pueden evitar el combate mediante diplomacia o manipulación estratégica, mejor.
Sí, has oído bien: no son unos pacifistas ingenuos. Tienen un ejército preparado. A veces contratan mercenarios. O incluso siembran conflictos entre sus enemigos para proteger a los suyos sin mancharse las manos. Esto encaja muy bien con el debate que tenemos de nuevo en Europa, sobre los ejércitos y las guerras como forma de mantener la paz.
Un enfoque que chocaba de frente con los ideales de caballería y gloria marcial de la Europa renacentista.
Pero Utopía es una nación pragmática. Fría. Eficaz. Y, quizás, más humana que lo que se vivía en ese entonces. El sistema político de Utopía también rompe esquemas. No hay reyes por derecho de nacimiento, tampoco hay nobles intocables. El poder se elige, se rota, se controla.
Cada ciudad elige a sus senadores, y estos, a su vez, nombran a un príncipe, que actúa más como un administrador que como un monarca. Una democracia indirecta, basada en la responsabilidad y en la transparencia.
Pero no todo es igualdad a los ojos de la sociedad actual. En Utopía las familias se organizan bajo la autoridad del primogénito. Los sacerdotes, aunque electos, tienen un estatus casi sagrado. Y aunque las mujeres tienen un rol definido, no están en pie de igualdad con los hombres.
Moro no imaginó un paraíso. Imaginó algo mejor: una alternativa coherente, con sus virtudes… y sus sombras. Y es que Utopía también expone las contradicciones de su tiempo. Porque mientras critica la avaricia europea, justifica prácticas colonialistas. Los utópicos fundan colonias en territorios donde creen que la tierra está “infrautilizada”. Y si hay habitantes, los subordinan. Seguramente esta idea fue fiel reflejo de la sociedad donde vivió, similar a la expansión europea que comenzaba a florecer en tiempos de Moro. Algo que seguimos viendo hoy nosotros en nuestros día, eso sí con otros formatos, disfrazados de guerra y de tratados bilaterales de comercio.
Esta sociedad es paradigmática, renuncia a la riqueza… pero no al poder. Tal vez eso sea lo que hace a Utopía tan fascinante y vigente. Y a lo mejor algo a lo que no podemos renunciar según nuestra esencia vital y comunal.
Ya has visto que Utopía, tal y como la concibió Moro. No es un manual. No es una profecía. Es una provocación. Una provocación a la sociedad inglesa del siglo XVI.
Y de estos paradigmas, resuenan preguntas que hoy en día todavía nuestra sociedad se hace, día sí, día también, ¿y si lo que creemos inevitable… simplemente no lo fuera? ¿Y si otras formas de vivir, trabajar, gobernar o convivir… fueran posibles?
Moro, con su ironía elegante, nos recuerda algo esencial: La imaginación en política no es un lujo. Es una necesidad.
Porque para cambiar el mundo, primero hay que atreverse a imaginar uno distinto.
Y en ese sentido, el legado de Utopía no está en la isla que describe… Sino en la mente de quienes se atreven, todavía hoy, a cuestionar lo que damos por hecho.
La paradoja final de este Diario de Innovación y la del mismo Tomás Moro que defendía la libertad religiosa… es que acabo muriendo ejecutado por no aceptar la religión del rey.
El mismo hombre que imaginó un mundo sin poder absoluto… fue víctima de ese poder.
Y sin embargo, su idea sobrevivió. Inspiró a filósofos, revolucionarios, escritores, activistas. Dio origen al concepto de utopía y también a su oscuro reflejo: la distopía.
Desde Marx hasta Martin Luther King, de Huxley a Orwell, todos bebieron, directa o indirectamente, de las ideas de Utopía: la imaginación de que otro mundo es posible.
Hoy, más de 500 años después, seguimos discutiendo sobre lo mismo: ¿Cómo vivir mejor? ¿Cómo repartir el tiempo, el trabajo, la riqueza? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a cambiar las reglas del juego?
Quizá por eso Utopía sigue viva. Porque más allá de sus contradicciones, nos recuerda algo esencial:
Que el primer paso para construir un mundo nuevo… es atreverse a imaginarlo.
¿Y tú? ¿Cuál es tu utopía?
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