Juan estaba en una consulta médica cuando una enfermera, casi en tono de susurro, dijo: “probablemente tenga ELA… es demasiado amable”.
Al principio lo tomó como una broma de mal gusto. Pero no era la única que lo pensaba. Lo escribían en los expedientes. Una y otra vez. Personas amables, demasiado serviciales, desarrollando enfermedades autoinmunes devastadoras.
¿Cómo puede ser que una característica como la amabilidad pueda predecir una enfermedad mortal?
Hoy vamos a hablar de eso. Y de por qué quizás todo lo que consideramos “normal”… en realidad está profundamente roto.
Hoy tomaremos algunas ideas del libro: El mito de la normalidad (2022), este libro explica por qué aumentan las enfermedades crónicas y mentales.
Y es que La medicina occidental se centra en las patologías individuales, pero ¿y si la clave está en nuestra cultura? Cosas que consideramos normales -como el estrés, la adversidad y los traumas- son a menudo tóxicas y engendran enfermedades. El camino para reencontrarnos con nuestra salud reside en identificar y abordar estas condiciones subyacentes.
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Hay dos necesidades fundamentales en todo ser humano: el apego y la autenticidad. Necesitamos conexión, afecto, pertenencia. Pero también necesitamos ser nosotros mismos, expresar lo que sentimos, decir no cuando queremos decir no.
Cuando estas dos necesidades entran en conflicto —cuando para mantener el amor, debemos negar quiénes somos— se produce una fractura interna. Ese instante, ese gesto aparentemente insignificante en el que aprendemos a ocultar una parte de lo que somos, es muchas veces el primer segundo clave de muchas enfermedades. No se trata solo de genética, del azar, ni de castigo divino. Es la desconexión de uno mismo lo que prepara el terreno para la enfermedad.
En el libro, el Dr. Maté, pone como ejemplo a Miok. A los 27 años, estaba postrada en una cama con una enfermedad autoinmune que endurecía su piel y tejidos. Incapaz de moverse. Queriendo morir. Pero su historia no empieza ahí. Empieza mucho antes: cuando fue abandonada de bebé, luego abusada por su padre adoptivo, y más tarde premiada por ser “la que siempre está para todos”.
Esa desconexión emocional, esa necesidad de sobrevivir siendo útil, de ser imprescindible para otros mientras se ignoraba a sí misma, fue la semilla de su enfermedad. Había aprendido que para ser amada debía ser funcional, callada, fuerte. Y ese aprendizaje, tan sutil como devastador, fue el precio que pagó por el apego.
Cuando por fin comenzó a reconectar con su historia, con sus emociones, con las partes de sí misma que había enterrado, algo inesperado sucedió: el cuerpo empezó a sanar. Literalmente. Hoy camina, viaja, sonríe. No porque encontró una cura milagrosa, sino porque se permitió integrar aquello que había sido negado durante años.
Y es que el cuerpo no olvida. El estrés crónico, silencioso y persistente, es como un grifo abierto en tu sistema nervioso. Cuando nunca lo cierras, el cuerpo se agota. Tu sistema inmune se confunde. Te ataca. Tus células envejecen antes de tiempo. Es un desgaste que no se ve, pero se siente.
¿Y qué genera ese estrés? No solo los grandes traumas, como solemos pensar. También lo hace la cultura en la que vivimos. Una cultura que exige rendimiento constante, que premia la autosuficiencia y castiga la vulnerabilidad. Una cultura que nos enseña que estar bien es no necesitar nada. Que callar es madurar. Que rendirse es fracasar.
Vivimos así, desconectados, sin espacio para ser auténticos, sin tiempo para sentir. Y creemos que eso es normal. Pero tal vez, solo tal vez, esa normalidad sea lo que nos está enfermando.
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Imaginemos ahora una placa de Petri. Ese pequeño recipiente donde se cultivan bacterias, hongos, células. Todo depende del entorno: la luz, la temperatura, los nutrientes. Si las condiciones no son adecuadas, nada florece. Nosotros, los seres humanos, funcionamos igual. Y sin embargo, rara vez miramos con atención el entorno que habitamos. Ese entorno cultural —eso que llamamos “normal”— está lleno de toxinas invisibles.
Vivimos expuestos a la inseguridad económica, al individualismo que nos aísla, a una exigencia constante de rendimiento, y al castigo social que recibimos cada vez que nos mostramos vulnerables. Todo esto nos rodea cada día, como una niebla densa que respiramos sin darnos cuenta. Es una lluvia fina de microtraumas, tan constante que dejamos de notarla. Lo más inquietante es que no solo lo toleramos… lo consideramos normal.
Y quienes más lo sienten son los niños. Porque un niño no necesita juguetes caros, ni clases extra, ni pantallas interactivas. Lo que necesita es algo mucho más simple y más difícil de encontrar en este mundo apresurado: presencia emocional, contacto, calma. Pero cuando los adultos están atrapados en sus propias tormentas —entre trabajos precarios, políticas injustas y modelos de crianza desconectados de lo emocional—, todo ese estrés se filtra hacia los más pequeños.
La ciencia lo confirma: si una madre está bajo presión económica o emocional, los niveles de cortisol de su bebé aumentan. El cuerpo del niño reacciona al estrés del adulto como si fuera propio. El trauma, muchas veces, no es lo que pasó, sino lo que no pasó. Es el abrazo que no llegó, la mirada que no estuvo, el llanto que fue ignorado. Son ausencias que se vuelven huellas invisibles.
Entonces, ¿qué pasaría si viéramos la enfermedad no como un error, sino como una señal? ¿Y si el cuerpo no estuviera fallando, sino hablando? Gabor Maté propone un giro radical en nuestra forma de entender el sufrimiento: las personas enfermas no son el problema. Son sirenas de alarma. Son voces que el cuerpo y la mente elevan cuando la cultura se vuelve hostil, cuando la vida que llevamos deja de ser sostenible.
La ansiedad, la depresión, las adicciones… no son simplemente patologías que hay que erradicar. Son respuestas humanas a un entorno deshumanizante. Tu salud —o tu enfermedad— es un reflejo de la vida que has vivido, y del contexto en el que has tenido que sobrevivir.
Entonces, quizás sanar no sea volver a lo que era antes. Tal vez sanar no sea “volver a la normalidad”, sino todo lo contrario: dejar de aspirar a eso que nos estaba enfermando. Tal vez sanar sea volver a ti.
El Dr. Maté nos propone un camino: la indagación compasiva. Un ejercicio diario o semanal que parte de una premisa sencilla pero revolucionaria: dejar de juzgarse, y empezar a preguntarse con honestidad. ¿Cuándo no me permito decir no? ¿Qué partes de mí he enterrado para ser aceptado? ¿Qué síntomas me están hablando, pero no quiero escuchar?
Porque sanar no es eliminar el dolor. Es reunir las partes de ti que quedaron atrás. Es reconciliarte con quien fuiste, con lo que sentiste, con aquello que tuviste que esconder para sobrevivir. Y desde ahí, sí, quizás también empezar a transformar el mundo.
Porque si lo que nos rodea nos enferma… también podemos crear entornos que nos cuiden. Y quizás eso, más que curarnos, sea lo que realmente nos sane.
La próxima vez que pienses en lo que se considera “normal”, detente un segundo. ¿Es normal lo que hace la mayoría o lo que de verdad surge de forma natural y merece que lo elijamos?
Porque ese “normal” podría estar desgastando tu cuerpo, silenciando tu autenticidad, erosionando tus vínculos.
Y entonces, pregúntate: ¿Qué parte de mí necesita volver a casa, a mi ser a lo que realmente soy?
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