Taipei.
Un cartel metálico en la calle indica “Refugio antiaéreo”, el cartel está escrito en chino e inglés. A unos metros, un grupo de jóvenes se agolpa en una tienda de bubble tea. Ríen, hablan de sus planes para el fin de semana. Nadie parece preocupado.
Pero lo curioso es que, hace apenas unos minutos, todos los teléfonos móviles del país vibraron al unísono con una alerta de emergencia:
“Alerta aérea. Misil sobrevuela el espacio aéreo de Taiwán. Precaución.”
Y, sin embargo, el dueño de la tienda ni se inmuta. Como si fuera parte de la rutina diaria del barrio.
Y quizás lo es. Porque esto es la rutina en Taiwán.
Taiwán. Una isla pequeña. 23 millones de personas. Si naciste en los años 80, probablemente recuerdes que la mayoría de los juguetes con los que jugábamos llevaban en el reverso la frase ‘Made in Taiwan’.
Y, sin embargo, el lugar más importante del mundo hoy. ¿Por qué?
Hoy daremos una mirada esencial a uno de los puntos más sensibles del mapa geopolítico actual: Taiwán. A través del libro Why Taiwán Matters (2023), exploramos cómo esta pequeña isla se ha transformado en una democracia vibrante y en el epicentro global de la industria de los semiconductores, mientras lidia con una compleja y tensa relación con China.
El autor, Kerry Brown —catedrático de Estudios Chinos y director del Instituto Lau China en el King’s College de Londres—, ofrece un análisis profundo y accesible basado en más de treinta años de experiencia en el terreno. Su trayectoria académica, diplomática y empresarial le permite situar a Taiwán dentro de un contexto más amplio, que abarca desde la política de Pekín hasta los intereses estratégicos de Estados Unidos.
Una lectura imprescindible para entender por qué una isla de apenas 23 millones de habitantes podría estar en el centro del próximo gran conflicto global.
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¿Cómo llegó esta pequeña isla —del tamaño de los Países Bajos— a estar en el epicentro de la tensión geopolítica global? ¿Y cómo ha logrado transformarse de una dictadura autoritaria en una vibrante democracia, al tiempo que se convierte en el corazón tecnológico del mundo?
La respuesta a estas preguntas define no solo el futuro de Asia, sino quizás del siglo XXI.
La historia moderna de Taiwán comienza en 1949, en medio del caos de la guerra civil china, cuando casi dos millones de personas cruzan el estrecho y se instalan en la isla. Entre ellos, miles de cajas llenas de tesoros imperiales. Hasta entonces, Taiwán había sido una provincia lejana del imperio Qing y, antes, una colonia japonesa. A partir de ese momento, comienza a forjar su propia historia: una mezcla cultural irrepetible de pueblos indígenas, migrantes chinos, colonos japoneses, influencias europeas… y, más adelante, una sociedad democrática.
Durante décadas, Taiwán fue el último bastión del nacionalismo chino frente al comunismo de Pekín. Pero hoy, ya no quiere ser ni bastión ni símbolo. Quiere ser simplemente: Taiwán.
En los años ochenta, la isla inicia una de las transiciones democráticas más exitosas del mundo. Lo hace sin violencia, sin revoluciones, a su manera. Y poco a poco, su identidad cambia. Hoy, solo el 3 % de los taiwaneses se sienten “principalmente chinos”, mientras que el 67 % se identifican únicamente como taiwaneses. Para Pekín, esa evolución representa una amenaza existencial.
En enero de 2024, los teléfonos móviles en toda la isla emitieron de forma repentina una alerta de emergencia: “Alerta de ataque aéreo. Misil sobrevuela el espacio aéreo de Taiwán. Esté atento.” Sin embargo, en una tienda cercana, el dueño apenas reaccionó ante el aviso, tratándolo como una exageración rutinaria del gobierno. Este contraste entre la amenaza constante y la calma cotidiana refleja el espíritu de la vida en la Taiwán actual. A pesar de que aviones militares chinos violaron el espacio aéreo taiwanés 1.727 veces en 2022, la vida diaria continúa con una normalidad asombrosa.
Este equilibrio precario se refleja también en detalles tan simples como el diseño del pasaporte. Hasta 2020, un acalorado debate giraba en torno a si debía figurar en la portada “República de China” o “Taiwán”. Finalmente, se llegó a un compromiso: ambos nombres aparecen, aunque “Taiwán” en letra más grande. Esta negociación simbólica evidencia el cambio en la percepción que los ciudadanos tienen de sí mismos. Solo el 3 % se identifican como “principalmente chinos”; el 67 %, únicamente como taiwaneses; y el 30 % restante, como ambos.
Este estado de ambigüedad política se remonta a 1949, cuando el gobierno nacionalista se refugió en Taiwán tras perder la guerra civil ante los comunistas, quienes establecieron la República Popular en el continente. Ambos bandos reclamaban ser los legítimos gobernantes de toda China, lo que generó décadas de tensiones. En los años 70, figuras como Richard Nixon y Mao Zedong diseñaron una diplomacia ambigua: se reconocía a una sola China, sin precisar cuál, lo que permitió mantener una paz frágil pero insatisfactoria para ambas partes.
Desde entonces, Taiwán y China han seguido caminos radicalmente distintos. Mientras el continente abrazó el comunismo autoritario, Taiwán evolucionó hacia una democracia capitalista. A ello se suman las huellas del colonialismo japonés y las influencias occidentales, que han contribuido a una identidad cultural diversa y plural.
Durante la pandemia, esa identidad cohesionada se manifestó con claridad: Taiwán logró una de las respuestas más efectivas del mundo sin imponer confinamientos. La población adoptó medidas voluntarias, impulsada por valores confucianos de responsabilidad social y una manera de gobernar distintivamente taiwanesa.
Esta identidad propia tiene raíces profundas. En 1949, cuando las fuerzas comunistas se acercaban al final de la guerra civil, conservadores culturales cargaron 40.000 cajas de tesoros imperiales en barcos con destino a Taiwán. Estas reliquias —esculturas de jade, bronces, manuscritos antiguos— descansan hoy en el Museo Nacional del Palacio, en Taipéi. Su presencia no solo representa el resguardo de la herencia china, sino también la historia de una sociedad que eligió su propio camino.
Pero la historia de Taiwán no comienza con la llegada de estos tesoros. Hace más de 20.000 años, la isla ya estaba habitada por pueblos indígenas. Luego llegaron los migrantes chinos, los comerciantes europeos —especialmente holandeses—, y más tarde, el dominio japonés (1895–1945), que dejó una marca indeleble en la arquitectura, la educación y la infraestructura.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los Aliados entregaron Taiwán al gobierno nacionalista sin consultar a la población local. Las tensiones no tardaron en explotar. En 1947, durante el llamado “Incidente 228”, las autoridades reprimieron violentamente una revuelta civil, dejando heridas profundas. Dos años después, con la victoria comunista en China, casi dos millones de refugiados llegaron a la isla, imponiendo un nuevo orden autoritario bajo el mando de Chiang Kai-shek.
Durante este período, Taiwán experimentó un milagro económico gracias a su capacidad exportadora, impulsada por la inversión extranjera y la colaboración con empresas japonesas. Sin embargo, su crecimiento vino acompañado de un creciente aislamiento diplomático, a medida que más países transferían su reconocimiento oficial a Pekín.
A pesar de ello, el aislamiento forzó a Taiwán a reinventarse. Cuando Chiang Ching-kuo, hijo del dictador, inició reformas democráticas en los años 80, la sociedad taiwanesa respondió con entusiasmo. La transición fue pacífica y culminó en una democracia plena en los años 90. Esa evolución ha dado forma a una sociedad profundamente plural y con una fuerte conciencia de sí misma.
Hoy, esa conciencia se manifiesta también en lo político. En enero de 2024, frente al Palacio Presidencial en Taipéi, una multitud ondeaba pequeñas banderas verdes al ritmo del rock. El cantante gritaba “Déjame levantarme como un taiwanés”, en dialecto local. No era solo un mitin electoral, sino la celebración de una democracia que se ha ganado a pulso.
La política taiwanesa se ha diversificado: los más jóvenes se inclinan por el emergente Partido Popular de Taiwán, mientras las generaciones mayores se dividen entre el Partido Democrático Progresista y los nacionalistas del Kuomintang. Estas divisiones internas se dan en un contexto de presión constante desde China.
Estados Unidos desempeña un papel crucial en este frágil equilibrio. Aunque no reconoce oficialmente a Taiwán como un Estado, mantiene una estrecha colaboración militar con la isla. Desde cazas F-16 hasta sistemas de defensa, la presencia estadounidense es determinante.
Los acontecimientos en Hong Kong también han influido profundamente en la percepción taiwanesa. La aprobación de una ley de extradición que permitía enviar sospechosos al continente, y la posterior represión, sirvieron de advertencia. El modelo de “Un país, dos sistemas” que Pekín propone para Taiwán, y que antaño generaba dudas, hoy es rechazado por el 90 % de los taiwaneses.
La independencia de facto ya no se discute; lo que está en juego es cómo mantenerla.
Para las nuevas generaciones, se trata de preservar una identidad cultural única y defender un estilo de vida democrático frente a un gigante que, a solo 160 kilómetros de distancia, no deja de recordar que no acepta su existencia.
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Cómo ya hemos adelantado, Taiwán no es oficialmente un país. Pero actúa como tal. Tiene bandera, ejército, moneda y elecciones. Y además, un lugar central en el corazón del sistema tecnológico global: TSMC, el mayor productor mundial de chips avanzados. Sin estos chips, el mundo moderno se detiene: teléfonos, automóviles, satélites, hospitales… todos dependen de ellos.
Y aquí radica un dilema crucial, para mi el mayor dilema del siglo XXI. China necesita estos chips, pero si ataca Taiwán para reafirmar su control, los perdería. Si decide no hacerlo, renuncia a lo que considera suyo. Este equilibrio precario ha dado lugar a lo que se conoce como el “escudo de silicio”, una aparente protección tecnológica que impide el conflicto, aunque algunos sostienen que es, por el contrario, un nuevo motivo para atacar.
La importancia de TSMC no es exagerada. En el Parque Científico de Hsinchu, edificios grises y sin ventanas, custodiados por estrictas medidas de seguridad, albergan una de las empresas más valiosas y menos conocidas del planeta: Taiwan Semiconductor Manufacturing Company. Dentro de estas instalaciones, en condiciones de limpieza extrema, brazos robóticos suspendidos del techo fabrican componentes microscópicos: los cerebros de casi toda la tecnología moderna. Sin ellos, no existirían los teléfonos inteligentes, las computadoras, los automóviles eléctricos ni el equipamiento médico avanzado.
La clave del éxito de TSMC se remonta a finales de los años 80, cuando su fundador, Morris Chang, comprendió que el proceso de fabricación de chips se volvía demasiado complejo y costoso para que una sola empresa lo gestionara por completo. Así nació el modelo de “fundición pura”: TSMC se dedicaría únicamente a la fabricación, sin diseñar ni comercializar sus propios chips. Esta separación generó confianza en sus clientes y permitió a la empresa enfocarse por completo en perfeccionar su proceso de producción.
Décadas después, TSMC controla más del 90 % del mercado mundial de chips avanzados y se ha convertido en la novena empresa más valiosa del mundo. Su dominio tiene implicaciones geopolíticas profundas: casi todas las grandes tecnológicas dependen de ella, incluyendo compañías chinas, que a pesar de invertir masivamente en su propia industria de semiconductores, siguen rezagadas tecnológicamente. Por eso, mientras algunos creen que TSMC disuade a China de atacar, otros temen que precisamente por su valor estratégico, Taiwán se convierta en objetivo prioritario.
La tensión entre ambas orillas del estrecho no es nueva. En noviembre de 2015, en una sala de hotel en Singapur, dos hombres se reunieron por primera vez: el presidente taiwanés Ma Ying-jeou y el líder chino Xi Jinping. Fue un encuentro histórico. Se trataron simplemente de “señor” y charlaron de la vida y el mundo. Xi proclamó: “Ninguna fuerza puede separarnos. Somos una sola familia.” Ma respondió con calidez, afirmando que, aunque era su primer encuentro, “parecía que éramos viejos amigos”.
Pero ese breve momento de optimismo se desvaneció pronto. En las elecciones siguientes, Taiwán eligió una presidenta con una postura más independentista, y las relaciones se enfriaron. En los años siguientes, el número de taiwaneses que viven y trabajan en China continental cayó un 60 %, y muchos de los que permanecieron allí comenzaron a denunciar discriminación. Para Xi, el asunto taiwanés es personal: durante sus años como funcionario en la provincia de Fujian, presenció la llegada de empresarios taiwaneses que invertían en el continente. Eso alimentó su creencia de que la integración económica conduciría, tarde o temprano, a la reunificación.
Sin embargo, el enfoque se ha vuelto más agresivo con el tiempo, vinculado a su visión del “sueño chino” y el renacimiento nacional. La situación actual es más tensa que nunca. Analistas militares estiman que una acción china podría tener lugar entre 2025 y 2027. Mientras tanto, la opinión pública en Taiwán ha cambiado: una encuesta de 2023 reveló el mayor apoyo histórico a la independencia, con casi la mitad de la población a favor de una separación formal.
Y es que lo que comenzó con un encuentro cordial sobre una taza de té se ha convertido en uno de los puntos más peligrosos del planeta. La amenaza de un conflicto ya no es abstracta. La historia y la identidad de Taiwán han dado lugar a una sociedad singular, pero su mayor desafío hoy es la gestión del riesgo de guerra. ¿Por qué sería tan catastrófico un conflicto con China?
Entre 2021 y 2022, el presidente Biden declaró en tres ocasiones que Estados Unidos defendería a Taiwán si China la atacaba. En cada ocasión, su equipo matizó rápidamente sus palabras. Esto se debe a la política estadounidense de “ambigüedad estratégica”, que durante décadas ha evitado compromisos explícitos con la defensa de Taiwán, buscando así disuadir tanto a China de atacar como a Taiwán de declarar formalmente su independencia.
Pero algunos políticos estadounidenses han ido más allá, reclamando el reconocimiento oficial de Taiwán como país, una línea roja para China que, según su gobierno, justificaría el uso de la fuerza. En un escenario de conflicto, los analistas describen una secuencia alarmante: ataques con misiles y ciberataques iniciales, seguidos de un bloqueo naval, y eventualmente, un desembarco anfibio de proporciones no vistas desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque China aún no posee todas las capacidades necesarias, si lograra colocar suficientes tropas en la isla, el resultado sería una guerra urbana devastadora, con consecuencias humanitarias y económicas incalculables.
El impacto global sería inmediato. Más allá de las pérdidas humanas, el golpe a la economía mundial sería brutal. Algunas estimaciones sitúan el daño inicial en dos billones de dólares en PIB perdido. La producción de semiconductores se detendría, paralizando industrias enteras. La interrupción de las cadenas de suministro afectaría desde teléfonos hasta automóviles. El conflicto podría desatar una depresión global.
Y, sin embargo, el deslizamiento hacia la confrontación continúa. China ve cómo su objetivo de reunificación se aleja cada vez más. Estados Unidos, por su parte, empieza a considerar a Taiwán como una frontera donde se define la lucha entre democracia y autoritarismo. Mientras tanto, los taiwaneses profundizan cada vez más en una identidad propia, cada vez más distante de la China continental.
Tal vez lo más inquietante sea la sensación de que esta crisis avanza como otras que terminaron en tragedia. Como en los meses previos a la Primera Guerra Mundial, nadie parece desear una confrontación, pero las alianzas, las presiones internas y las malas interpretaciones podrían empujar al mundo hacia un conflicto de consecuencias imprevisibles.
Hoy, Taiwán es una sociedad plural, democrática, moderna.
Pero vive con una espada de Damocles sobre su cabeza.
Una tensión que podría escalar con una palabra mal dicha, con un error de cálculo.
Como en 1914. Como en Sarajevo.
Taiwán importa no solo por su historia. Sino porque es, quizás, el lugar donde podría empezar –o evitarse– la próxima gran guerra.
Y mientras tanto, los jóvenes siguen haciendo fila por su bubble tea, mirando el cielo sin miedo, y viviendo como si nada.
Porque quizás eso también sea resistencia.
Gracias por acompañarme en un nuevo Diario de Innovación, ¡y te espero mañana en Innovation by Default 💡!
BONUS
Si quieres seguir tirando del hilo, este video te ayudará a entender mejor todo lo que sucede en el corazón tecnológico del planeta.