Estás en una sala de conferencias en Silicon Valley. A tu alrededor, los ingenieros más brillantes del mundo perfeccionan un nuevo filtro de realidad aumentada para selfies.
Mientras tanto, a 10.000 kilómetros de distancia, drones armados con inteligencia artificial sobrevuelan Ucrania para crear el caso entre sus ciudadanos.
Esa es la paradoja actual que vivimos.
Y ese es el principal problema problema que Alexander Karp y Nicholas Zamiska nos invitan a mirar de frente en “La República Tecnológica”. Y que explicaremos hoy en el Diario de Innovación.
El discurso de La República Tecnológica marida muy pero que muy bien, con la política actual de la Casa Blanca, estoy seguro que muchas de las ideas y planes del presidente Trump, se apoyan o beben de alguno de los párrafos de este libro.
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Durante décadas, creímos que la historia había terminado. Que el mundo, tarde o temprano, abrazaría el modelo occidental de libertad y progreso. Pero los tanques en Kiev, los misiles sobre Taiwán y los enjambres de drones sobre zonas en conflicto nos han despertado de ese sueño.
Estados Unidos está en guerra… aunque nadie lo haya declarado oficialmente.
Y lo que enfrentamos no es solo un desafío militar: es un conflicto tecnológico, ideológico… existencial.
Alexander Karp y Nicholas Zamiska nos lanzan una advertencia inquietante: la base industrial que alguna vez sostuvo al país durante los grandes conflictos del siglo XX, hoy apenas podría resistir unas pocas semanas frente a una potencia como China. El músculo productivo se ha atrofiado, y en su lugar, reina la autocomplacencia.
Y mientras la infraestructura se erosiona y el espíritu cívico se disuelve, una nueva forma de poder se está gestando. Un poder más sutil, más invisible, pero infinitamente más decisivo.
Porque si en 1942 Oppenheimer construyó la bomba atómica porque era, según él, “técnicamente dulce”, hoy esa frase resuena con un eco inquietante. La nueva bomba atómica no está hecha de uranio, sino de algoritmos. Su núcleo no es de plutonio, sino de código.
La inteligencia artificial es ahora el arma estratégica por excelencia.
La pregunta ya no es si se va a construir. La verdadera pregunta es: ¿quién lo hará primero?
Mientras los adversarios de Occidente avanzan sin dudar, sin moralismos, sin pausa… Silicon Valley sigue debatiendo.
Según los autores, los enemigos de Occidente no están esperando un diálogo ni un enfoque guiado por principios éticos. Lo que hacen ahora es programar para tomar ventaja.
A mi juicio, hay aspectos del discurso de Karp y Zamiska que merecen ser matizados. No parece acertado afirmar que Estados Unidos esté rezagado en el desarrollo tecnológico, y mucho menos en el de inteligencia artificial. La verdadera cuestión es si el país cuenta con la capacidad de fabricar, dentro de sus propias fronteras, chips tan potentes como los que TSMC produce actualmente para Nvidia, o si episodios como el reciente avance de DeepSeek —el modelo de IA desarrollado en China— podrían volver a repetirse.
Como ya hemos comentado en esta newsletter, hay una idea que sigue vigente: “La necesidad agudiza el ingenio.” En muchos casos, las limitaciones físicas o estructurales —ya sea por la regulación o por la falta de recursos— obligan a replantear el enfoque para resolver problemas, abriendo paso a soluciones innovadoras que, de otra forma, habrían seguido caminos más convencionales.
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Silicon Valley no surgió de la nada. Nació de una colaboración íntima entre el Estado y la comunidad científica. El GPS, internet, los satélites… todas esas tecnologías que hoy damos por sentadas fueron financiadas por el Departamento de Defensa, concebidas primero para proteger y solo después adaptadas para el uso civil.
Era otra época.
Una época en la que Jefferson diseñaba relojes solares, Franklin inventaba el pararrayos y los líderes del país entendían que el progreso científico era una cuestión de interés público, no solo privado.
Estados Unidos era, en esencia, una república tecnológica. Un lugar donde la innovación tenía propósito cívico.
Hoy, según los autores, esa alianza se ha debilitado.
El talento que antes se canalizaba hacia misiones de defensa o exploración espacial ahora se dispersa entre aplicaciones para optimizar la entrega de sushi o aumentar la retención de usuarios en TikTok.
Y cuando alguna gran empresa tecnológica intenta recuperar ese vínculo, la reacción es casi siempre la misma.
Los autores ponen como ejemplo el suceso de 2017, cuando Google firmó un contrato con el Pentágono para desarrollar tecnología destinada a operaciones especiales.
La respuesta de los trabajadores fue inmediata: un motín interno.
“No firmamos para construir armas”, dijeron sus ingenieros.
Microsoft vivió algo similar poco después.
Mientras tanto, en China, los ingenieros no tienen ese dilema.
Ellos no debaten, actúan.
Y uno se pregunta…
¿Qué pasó con la responsabilidad moral que alguna vez definió a los innovadores?
¿No es más peligroso quedarse de brazos cruzados que equivocarse intentando proteger a tu país?
Al final, todo esto no va solo de tecnología.
Va de identidad.
Porque una nación no se construye con infraestructuras ni con tratados.
Se construye con un relato.
Una historia común.
Durante generaciones, ese relato fue el excepcionalismo americano, según lo autores: la creencia de que, pese a nuestras diferencias, éramos parte de una misión compartida.
Una visión del futuro que valía la pena construir juntos.
Pero ese relato… se ha disuelto.
Ahogado entre filtros, notificaciones y eslóganes vacíos.
La república tecnológica necesita recuperar su alma.
Y Silicon Valley no solo puede ayudar a hacerlo.
Debe liderar.
Puede que hoy de nuevo nos encontremos ante nuevo momento Oppenheimer.
Oppenheimer dijo que su invento le hizo “conocer el pecado”.
Pero también salvó millones de vidas al anticiparse al enemigo. El mero hecho de la amenaza, junto con el equilibrio del terror, parecen haber funcionado durante décadas.
Hoy no se trata de bombas. Se trata de líneas de código, modelos de IA, redes de sensores.
Y sobre todo, se trata de decisiones humanas.
Karp y Zamiska no nos piden más tecnología.
Nos piden algo mucho más difícil: coraje moral y un propósito compartido.
Porque según ellos, si no construimos una república tecnológica con valores… otros la construirán sin ellos.
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