Imagina que estás en un hospital.
Esperas los resultados de una prueba que podría cambiar tu vida. Afuera, el mundo sigue su curso, pero en tu interior, todo se ha detenido.
Kai-Fu Lee lo vivió en primera persona. Estadio 4 de linfoma. Una sentencia que redefinió en su mente lo que significaba ser humano.
Ese momento, esos cinco segundos clave, marcaron su historia y también transformaron su visión de la inteligencia artificial.
Parte de esta visión es la que ha recogido en AI Superpowers (2018), donde Kai-Fu Lee echa un vistazo revelador a Estados Unidos y China en un momento en que el mundo se encuentra en el precipicio de la economía de la IA, una industria de algoritmos y automatización que mueve miles de millones de dólares. Y es que Kai-Fu Lee nos guía a través del pasado para descubrir cómo hemos llegado a donde estamos y qué podemos esperar en el futuro.
Si no le conoces, déjame hacer una breve introducción al personaje. Kai-Fu Lee tiene una dilatada trayectoria en el sector tecnológico. Es licenciado en informática por la Universidad de Columbia y doctor por Carnegie Mellon. También ha trabajado para Apple, Microsoft y SGI. Y más recientemente, fue presidente de Google China antes de lanzar su propia empresa de capital riesgo Sinovation en 2009.
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Durante años, hablar de inteligencia artificial era como hablar de ciencia ficción. Algo reservado a películas futuristas, laboratorios académicos o sueños de Silicon Valley. Pero hoy es imposible escapar a su influencia. Desde los coches autónomos hasta los algoritmos que adivinan qué vídeo vas a ver después, vivimos en una era donde la IA ya no es parte del futuro: es presente.
En esta nueva realidad, dos gigantes compiten por el liderazgo: Estados Unidos y China. Cada uno con visiones distintas, estrategias opuestas… y una ambición compartida: dominar la próxima gran revolución tecnológica.
Durante décadas, China fue vista desde Occidente como un mero imitador tecnológico. Copiaba productos, interfaces, ideas. Pero al hacerlo, aprendía. El caso de Wang Xing lo ilustra bien: imitó Facebook, Twitter y Groupon… hasta que dejó de copiar y empezó a superar. Hoy, su empresa, Meituan, está entre las más valiosas del planeta.
El punto de inflexión llegó en 2016 con un juego milenario: el Go. Cuando el programa AlphaGo venció al campeón Li Sedol, 280 millones de chinos lo vieron en directo. Lejos de considerarlo una humillación, lo vivieron como un momento Sputnik. Una llamada de atención nacional. El gobierno chino no tardó en responder: “Queremos ser líderes mundiales en IA para 2030”.
Pero no solo fue una cuestión de voluntad política. China contaba con una ventaja oculta y decisiva: los datos. En el mundo de la inteligencia artificial, los datos son el nuevo petróleo. Y nadie tiene una reserva tan grande como China.
Esto se debe, en gran parte, a su ecosistema digital. Aplicaciones como WeChat permiten chatear, pagar facturas, pedir comida, hacer reservas médicas y hasta enviar sobres rojos virtuales en Año Nuevo. Todo esto genera un rastro digital inmenso, una mina de oro para entrenar algoritmos cada vez más precisos y eficientes.
Y hay un factor aún más profundo: la cultura. Mientras en Occidente la privacidad es un valor casi sagrado, en China muchas personas están dispuestas a ceder parte de esa privacidad a cambio de conveniencia. Esta disposición ha permitido que la infraestructura de datos crezca de manera acelerada, consolidando una ventaja estructural difícil de igualar.
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Kai-Fu Lee plantea que la revolución de la inteligencia artificial no es un fenómeno único, sino una transformación que avanza en cuatro grandes olas, cada una más profunda que la anterior. La primera ya la vivimos: es la IA en internet. Cada vez que YouTube te recomienda un vídeo o una app te muestra un anuncio que parece adivinar tus gustos, estás viendo esta ola en acción. En este terreno, China lleva la delantera, gracias a su ecosistema digital hiperconectado y una población acostumbrada al uso masivo de aplicaciones todo-en-uno.
La segunda ola es la de la IA empresarial. Aquí, el liderazgo sigue siendo de Estados Unidos, con algoritmos capaces de tomar decisiones sobre carteras de inversión o conceder créditos analizando datos no tradicionales. No se trata solo de automatizar, sino de optimizar decisiones estratégicas a partir de información compleja.
La tercera ola sería lo que denomina la IA de percepción, quizás la más visible en la vida diaria. Reconocimiento facial, asistentes de voz, sensores que reaccionan a emociones. China avanza rápidamente en este campo, impulsada por una cultura menos restrictiva en cuanto a privacidad y por la adopción generalizada de tecnologías que fusionan lo físico y lo digital.
Y finalmente, está la ola más ambiciosa: la IA autónoma. Hablamos de drones, robots que cosechan fresas con la misma delicadeza que una mano humana o coches sin conductor que ya circulan por algunas autopistas. Aquí, Silicon Valley aún conserva la ventaja, aunque el entusiasmo regulador de China sugiere que esa brecha podría cerrarse muy pronto.
Pero con estas olas de innovación también llegan olas de preguntas más profundas. Porque aquí es donde la historia se complica: ¿será la inteligencia artificial nuestra salvación… o nuestra condena?
Las respuestas están divididas. Visionarios como Ray Kurzweil imaginan un futuro de humanos mejorados, donde la tecnología amplifica nuestras capacidades y nos libera del sufrimiento. Pero voces como Elon Musk alertan del riesgo de confiar ciegamente en sistemas que podrían interpretar su objetivo de manera extrema. ¿Y si les pedimos resolver el cambio climático y llegan a la conclusión de que el problema somos nosotros?
En el centro de ese debate está una preocupación muy concreta: el trabajo. Un estudio de Oxford estimó que el 47% de los empleos en Estados Unidos podrían estar en riesgo. Aunque en la práctica, lo que se automatiza no son empleos enteros, sino tareas específicas. Aun así, el resultado puede ser el mismo: que muchas personas simplemente no sean contratadas.
Y en medio de estas cifras y proyecciones, aparece una pregunta mucho más humana: ¿qué es lo que realmente importa?
En 2013, Kai-Fu Lee recibió una noticia que lo sacudió por completo: un linfoma en estadio 4. El diagnóstico fue un alto brutal en una carrera imparable. En ese hospital, durante la quimioterapia, comprendió algo que ningún algoritmo puede enseñarte: que ser productivo no es lo que nos define.
Lo que verdaderamente nos hace humanos son nuestras relaciones, el tiempo compartido, los gestos pequeños, la empatía.
Esa experiencia lo llevó a ver la inteligencia artificial con otros ojos. No como una amenaza, sino como una oportunidad para delegar las tareas mecánicas y centrarnos en lo esencial. Pero esto exige un cambio profundo en cómo valoramos el trabajo. Hoy, los empleos que no pueden automatizarse —los que requieren presencia, cuidado, conexión— son, paradójicamente, los peor remunerados.
¿Qué pasaría si invirtieramos esa lógica? Si los cuidadores, asistentes y trabajadores comunitarios fueran los mejor valorados, tanto económica como socialmente. ¿Qué pasaría si midieramos el progreso no por el PIB, sino por la felicidad nacional bruta, como hace Bután?
Quizás ahí esté la verdadera disrupción que necesitamos. No una inteligencia artificial más poderosa, sino una sociedad más consciente de lo que significa ser humano.
Hoy hemos visto cómo la inteligencia artificial puede reconfigurar el orden mundial, pero también hemos entendido que somos nosotros decidimos qué tipo de mundo queremos construir.
¿Una economía basada en el beneficio o en las personas?
Ese futuro no lo escribirá un algoritmo.
Lo escribiremos tú, yo… todos.
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