Silicon Valley, un ingeniero anónimo tira unas líneas de código que cambiaran el mundo. No lo sabe, pero ese clic es el eco de un viaje que empezó hace más de 400 años, a bordo del Mayflower.
Porque la historia de Estados Unidos no comenzó con una bandera… sino con una inversión.
El viaje del Mayflower fue financiado por capital privado. Una apuesta de alto riesgo. El primer atisbo del capital de riesgo. Y no, esta encomienda no trataba de libertad: trataba de negocio.
Pieles de castor, tabaco, esclavos. Esa fue la primera economía de las colonias.
Cuando Inglaterra impuso impuestos, la respuesta no fue sólo ideológica. Fue económica: “No sin representación”… pero tampoco sin beneficios.
La independencia fue una declaración… de “intereses”.
A lo largo del siglo XIX, el capitalismo se encarnó en infraestructuras: canales, trenes, barcos de vapor. El gobierno facilitó, otorgó tierras, impuso aranceles.
Y cuando llegó la Guerra Civil, el activo más valioso del país eran los esclavos, por encima del ferrocarril o el gasto público.
Pero el Norte tenía algo más poderoso: la innovación, el capital y la infraestructura.
Pero no adelantemos acontecimientos, hoy en el Diario de Innovación hablaremos de Americana, el libro de Bhu Srinivasan.
En él se recorre la historia de Estados Unidos desde una perspectiva clave: el capitalismo. Bhu Srinivasan muestra cómo el desarrollo de los Estados Unidos ha estado estrechamente ligado al desarrollo del capitalismo, desde los primeros tiempos de las colonias de Nueva Inglaterra hasta las innovaciones más recientes.
Y sí, después llegó Silicon Valley: con el capital riesgo, las ideas audaces y el retorno del espíritu del Mayflower.
Hoy, el capitalismo estadounidense sigue siendo una mezcla vibrante de innovación y contradicción, libertad e intervención.
Un motor en constante reinvención.
La pregunta es, ¿cuál será el próximo punto en esta línea temporal? ¿La batalla por la AGI?
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Estados Unidos no nació con una Constitución. Ni con una bandera.
Nació con un modelo de negocio.
La travesía del Mayflower fue una inversión de hombres de negocio. Un grupo de accionistas británicos financiaba el viaje esperando una rentabilidad que parecía improbable… pero posible. Capital de riesgo del siglo XVII. ¿Te suena?
El producto estrella en sus primeros años no fue ni la libertad ni la democracia. Fue la piel de castor.
Con el paso del tiempo, el comercio del tabaco tomó el relevo como motor económico. Para el año 1700, el 80% de las exportaciones coloniales eran hojas secas que cruzaban el Atlántico rumbo a Europa. Pero ese corazón comercial latía con un ritmo impuesto por la esclavitud. El trabajo forzado era el fundamento real de aquel éxito agrícola.
Cuando Inglaterra intentó aumentar los impuestos sobre las colonias, la respuesta no fue sólo política. Fue una defensa feroz del control económico. No se trataba únicamente de la representación en el Parlamento. Se trataba de proteger el negocio. Por eso, cuando llegó la independencia, no fue únicamente una declaración de libertad. Fue también un movimiento empresarial.
Ya en el siglo XIX, la revolución industrial comenzó a redibujar el paisaje y los ritmos del país. Canales, barcos de vapor, y luego trenes que atravesaban la geografía, conectando mercados y personas. El rugido del progreso era real: Cornelius Vanderbilt, por ejemplo, pasó de estibar barcos a convertirse en el magnate ferroviario más poderoso del país.
Nada de esto ocurrió por pura mano invisible del mercado. Desde el inicio, el capitalismo estadounidense fue una danza entre lo privado y lo público. El Estado facilitaba rutas, otorgaba licencias, cedía tierras. La colaboración público-privada no era la excepción, era la norma.
En paralelo, el Sur estadounidense seguía alimentando su economía con una lógica diferente. Brutal… pero altamente rentable. En 1859, el valor económico de los esclavos superaba incluso al de los ferrocarriles y al gasto total del gobierno federal. Eran, literalmente, el activo más valioso del país.
Pero mientras el Sur se aferraba a una economía basada en la esclavitud, el Norte apostaba por la infraestructura, la innovación y el acceso a capital industrial. Ese desequilibrio no tardó en estallar en forma de guerra civil.
Y cuando las armas callaron, algo nuevo brotó del subsuelo: petróleo. A partir de entonces, la energía pasaría a ocupar el lugar central que antes habían ocupado la tierra y el trabajo humano. La materia prima del nuevo mundo ya no se plantaba, se extraía. Y con ella, comenzaron a moverse también las ideas.
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A medida que el siglo XIX llegaba a su fin, Estados Unidos se convertía en un hervidero de invención. Edison iluminó oficinas con su bombilla. Remington, tras el descenso de la demanda de armas tras la Guerra Civil, reinventó su negocio con la máquina de escribir. Y luego, A.T. Stewart transformó el acto de comprar en algo completamente distinto. Su tienda no era solo un lugar de intercambio: era una experiencia.
Por primera vez, la compra dejaba de ser una necesidad transaccional para convertirse en un pasatiempo. Consumir se volvió un gesto de pertenencia, un símbolo de identidad y éxito. El sueño americano, en construcción, empezaba a tomar forma en vitrinas y escaparates.
Luego llegaron los titanes. Rockefeller con el petróleo. Carnegie con el acero. Ambos levantaron imperios colosales… pero no lo hicieron solos. Necesitaron aranceles, préstamos públicos, e incluso, en momentos de conflicto laboral, soldados. Porque el crecimiento desenfrenado tiene consecuencias. Y el Estado —a veces cómplice, a veces árbitro— empezó a jugar un papel más activo.
Theodore Roosevelt lo entendió mejor que nadie. No era un enemigo del capitalismo, pero sí de los monopolios que lo asfixiaban. Decidió intervenir. Limitar, regular, equilibrar.
Décadas más tarde, Franklin D. Roosevelt heredaría una economía devastada por la Gran Depresión. Y, con ella, una misión: reconstruir el país desde el Estado. Así nació el New Deal. El gobierno dejaba de ser solo espectador para convertirse en garante del sistema. Desde entonces, cada crisis ha sido también una oportunidad para redefinir esa relación entre mercado y poder público.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el rostro de América volvió a cambiar. Aparecieron los suburbios: barrios tranquilos, casas en serie, coches aparcados frente al garaje y un McDonald’s a la vuelta de la esquina. Pero no todos fueron invitados. La segregación racial formaba parte del modelo. Las familias afroamericanas eran sistemáticamente excluidas de esos nuevos paraísos residenciales.
Las autopistas, símbolo del progreso y obra colosal del Estado, conectaban ciudades pero también destruían comunidades y pequeños negocios. Paradójicamente, esa destrucción dio origen a nuevas formas de emprendimiento: franquicias como KFC y McDonald’s florecieron, estandarizando el sueño americano. Todo sabía igual… en todas partes.
Y entonces, llegó una nueva frontera: la digital.
La historia volvía a repetirse. Inversores apostando por ideas que parecían improbables, pero con un potencial escalable casi infinito. Nombres como Intel, Apple, Netscape, Amazon… La burbuja puntocom creció con fuerza y estalló con estruendo. Pero su legado fue duradero. Quedaron infraestructuras, conexiones, hábitos. Una nueva sociedad abrazando un nuevo modelo, el on-line, el digital y ahora el de la IA.
El capitalismo americano había evolucionado. Ahora era digital. Pero las reglas seguían siendo sorprendentemente familiares: capital de riesgo, innovación veloz y una ambición desmedida por escalar.
Y, como siempre, cuando todo se tambaleaba… el Estado volvía a aparecer. Veremos que nos espera después de la llegada de Trump a la Casa Blanca, de momento las amenazas con los aranceles, harán que todo se tambalee, esa intervención estatal volverá a buscar hacer America Great Again.
Decía Steve Jobs: “No puedes conectar los puntos mirando hacia adelante. Solo puedes hacerlo mirando hacia atrás”.
Y al mirar atrás, América no es solo una historia de libertad. Es la historia de un país que ha reinventado el capitalismo como narrativa nacional.
Una narrativa de conquistas, desigualdades, genio, brutalidad, pero también de reinvención constante.
La pregunta es: ¿Cuál será el siguiente capítulo?
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