Imagina una ciudad en penumbras. Nueva York. 1907.
Las calles están oscuras, apenas iluminadas por la luna. Las sombras se alargan y se entremezclan en el asfalto. Los faroleros, esos hombres que encendían cada noche las lámparas de aceite para iluminar la ciudad, han desaparecido. Están en huelga.
¿Por qué? Porque saben que su mundo está cambiando. Una revolución tecnológica está a punto de hacerlos obsoletos. La bombilla eléctrica, la gran creación de Thomas Edison, promete un futuro más brillante, literalmente, pero también más cruel para quienes no puedan adaptarse.
La historia de los faroleros de Nueva York no es un caso aislado. Es un eco de lo que ha sucedido una y otra vez a lo largo del tiempo. Cada gran invención, desde la imprenta hasta el ordenador, nos ha llevado hacia un nuevo mundo. Y con cada paso adelante, ha dejado a muchos atrás.
Aquí es donde entra una de las reflexiones centrales de The Technology Trap de Carl Benedikt Frey: el impacto de la tecnología en el empleo y la sociedad no depende solo de las innovaciones en sí, sino de cómo son adoptadas y distribuidas. Frey nos recuerda algo esencial: el progreso tecnológico no siempre conduce automáticamente a un bienestar generalizado. En ocasiones, puede amplificar desigualdades económicas y sociales, dependiendo de cómo se gestionen estas transiciones.
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¿Sabías que más del 80% de las diferencias de riqueza entre países se explican por la rapidez con la que adoptan tecnología? Parece increíble, ¿verdad? Pero no se trata solo de números. La tecnología no solo cambia cómo trabajamos. Cambia cómo vivimos. Cómo soñamos. Cómo nos conectamos con los demás.
Ahora, volvamos al siglo XVIII.
La Revolución Industrial. Ese momento en el que dejamos de depender de la fuerza humana para confiar en las máquinas. Las fábricas cambiaron el mundo. Pero, al principio, no todo fue progreso. Hubo resistencia, y vaya si la hubo. Los luditas, esos artesanos que destruyeron máquinas, no luchaban solo contra el cambio. Luchaban por sobrevivir.
Frey analiza este período como un claro ejemplo de cómo el avance técnico puede beneficiar a unos pocos en el corto plazo, dejando a muchos otros rezagados. Durante la Revolución Industrial, los empresarios y capitalistas fueron los primeros en disfrutar de los frutos de la mecanización, mientras que los trabajadores pagaron el precio inicial con la pérdida de sus empleos. Solo mucho tiempo después, los beneficios comenzaron a extenderse a toda la sociedad.
Imagínalo: un grupo de trabajadores enfrentándose al ejército británico, defendiendo su modo de vida. Y aunque la industrialización triunfó, su victoria no era inevitable. Durante siglos, los líderes políticos habían protegido a los trabajadores. Pero en Inglaterra, la balanza se inclinó hacia los industriales. Y así, el mundo moderno comenzó a tomar forma.
Ahora avancemos al siglo XX. El nacimiento de lo que los economistas llaman “La Gran Nivelación”. Un tiempo donde el progreso no solo favorecía a unos pocos. Donde la tecnología y la educación se unieron para crear prosperidad para todos.
Fue una época en la que las fábricas electrificadas y las oficinas con aire acondicionado ofrecían trabajos seguros. Incluso quienes no tenían títulos universitarios podían aspirar a un estilo de vida de clase media. Pero esto no fue un accidente. Fue el resultado de decisiones. Políticas que hicieron la educación accesible. Una carrera entre la tecnología y la capacitación en la que, por una vez, el equilibrio funcionó a nuestro favor.
Pero, como toda buena historia, este capítulo dorado no duró para siempre. En los años 80, los ordenadores comenzaron a tomar protagonismo. La automatización no solo complementaba a los trabajadores, ahora empezaba a reemplazarlos. Los empleos rutinarios desaparecieron. Y con ellos, la estabilidad de la clase media.
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Hoy, estamos en la cúspide de una nueva era. Una era dominada por la inteligencia artificial.
La IA está en todas partes. Puede jugar al Go mejor que cualquier humano. Diagnosticar enfermedades. Conducir camiones. Incluso responder preguntas complejas. Pero aquí hay un punto crucial que destaca Frey: a diferencia de la Revolución Industrial, la automatización moderna amenaza principalmente los empleos de la clase media. Sin una respuesta adecuada, esta transición podría profundizar aún más la polarización económica.
La tecnología, dice Frey, no es el problema. El problema es cómo la sociedad responde a ella. La historia nos enseña que la clave está en adaptar nuestras instituciones, nuestra educación y nuestro mercado laboral para proteger a los trabajadores vulnerables.
Si la historia nos enseña algo, es que la tecnología no tiene piedad. Puede crear nuevas oportunidades… pero solo para aquellos que sepan adaptarse. Para el resto, el cambio puede ser devastador.
La solución no está escrita. Pero podemos aprender de nuestro pasado. Invertir en educación, redistribuir los beneficios del progreso y construir un contrato social que no deje a nadie atrás.
Porque el progreso no es inevitable. Es una elección.
¿Queremos un futuro de oportunidades compartidas? ¿O una sociedad fracturada por la desigualdad?
La decisión, como siempre, está en nuestras manos.
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