La tecnología avanza. O al menos, eso creemos. Cada día aparecen nuevas herramientas, dispositivos más potentes y sistemas más sofisticados.
Pero ¿y si en lugar de avanzar, estuviéramos retrocediendo sin darnos cuenta?
Jonathan Blow plantea una idea inquietante: el software no está mejorando, está empeorando. Y lo peor es que nos hemos acostumbrado tanto a sus fallos que ya ni siquiera los notamos.
La paradoja es evidente: nunca ha habido más desarrolladores, más líneas de código, más inversión en tecnología… y sin embargo, nunca ha sido tan frustrante utilizar un ordenador.
¿Por qué?
Porque, como suele suceder, los cuellos de botella no desaparecen, solo cambian de lugar.
En principio, discrepo de estas afirmaciones. Mi realidad y mi conocimiento del mundo tecnológico me hacen pensar lo contrario. Sin embargo, cuando veo a mis padres o familiares cercanos intentar usar la tecnología, muchas de las cuestiones que plantea Jonathan me recuerdan a las peores pesadillas de quienes no están familiarizados con ella.
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Una de las premisas de Jonathan Blow es el falso mito del progreso constante al que nuestra sociedad está sometida. Progreso y crecimiento infinito son lo que nuestra sociedad capitalista desea y perpetúa.
Imagina que despiertas un día y descubres que los ingenieros de la NASA han olvidado cómo construir cohetes. O que los arquitectos han perdido la capacidad de diseñar edificios.
Suena absurdo, ¿verdad?
Sin embargo, esto ya ha pasado antes. La historia está llena de ejemplos de civilizaciones que alcanzaron un conocimiento sofisticado y luego lo perdieron.
El cáliz de Licurgo: un objeto romano con propiedades ópticas avanzadas, resultado de nanotecnología en el año 300 d.C. Perdido durante siglos.
El fuego griego: un arma bizantina temida por sus enemigos, cuya fórmula se desvaneció con la caída del Imperio.
El mecanismo de Antikythera: una computadora astronómica de la Antigua Grecia que no tuvimos la capacidad de igualar hasta hace pocas décadas.
La tecnología no mejora automáticamente. Se necesita trabajo constante para preservarla y transmitirla.
Y cuando una sociedad deja de hacerlo, colapsa.
Así es como llegamos al declive invisible del software, descrito por Jonathan Blow.
Si miramos a nuestro alrededor, parece que vivimos en la época dorada de la tecnología. Pero en el fondo, algo no encaja.
El software es cada vez más pesado, más lento y más propenso a errores. Todos hemos vivido algunas de las siguientes situaciones:
Aplicaciones que antes funcionaban perfectamente y ahora fallan sin razón aparente.
Programas que requieren cientos de pasos para hacer lo que antes se hacía con un clic.
Actualizaciones que no mejoran nada, pero añaden más problemas.
Y sin embargo, nadie se detiene a preguntar por qué. Bueno, algunos hablarían de obsolescencia programada.
Sin embargo, Blow sugiere que esto no es un accidente, sino el resultado de un proceso de degradación: hemos creado capas y capas de complejidad innecesaria, hasta el punto de que ya nadie entiende completamente cómo funciona el sistema.
Los programadores no son menos inteligentes que antes. Pero las herramientas que usan han cambiado.
Hace 50 años, un solo ingeniero podía escribir un sistema operativo en unas semanas. Hoy, una aplicación de mensajería necesita equipos de cientos de personas y millones de líneas de código.
La pregunta es clara y sencilla: ¿estamos realmente progresando o solo estamos añadiendo más capas de burocracia digital?
Según Blow hemos llegado a un estado del arte, donde pese a disponer de la tecnología más puntera que haya desarrollado el hombre hasta el momento, seguimos lidiando con cuellos de botella en la era dorada del software.
Contra lo que podría parecer intuitivo, el problema no es la falta de inteligencia o de ingenieros talentosos. Es la falta de simplicidad.
Hoy, no puedes simplemente copiar un programa de un ordenador a otro. Necesitas un instalador, dependencias, configuraciones y permisos.
No puedes simplemente volver a escribir su código fuente para que funcione en otra plataforma. Tienes que lidiar con APIs sobrecargadas, frameworks innecesarios y sistemas diseñados para resolver problemas que nadie tiene.
No puedes simplemente ejecutar un videojuego en pantalla completa sin que algo falle.
Hemos aceptado que el software sea defectuoso. Pero lo peor no es que falle. Lo peor es que ya no sabemos cómo arreglarlo.
Y eso nos deja en una situación peligrosa.
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Seguramente, al igual que yo, te estarás preguntado, ¿cómo evitar el colapso?
La tecnología no se desmorona de un día para otro. Lo hace lentamente, de manera imperceptible, hasta que un día nos damos cuenta de que hemos olvidado cómo hacer cosas básicas.
Para evitarlo, Blow propone un camino claro: simplificar.
Eliminar capas innecesarias: No todo necesita una API, un framework o una nube. Menos es más.
Recuperar el conocimiento perdido: Dejar de depender de cajas negras y entender cómo funcionan realmente los sistemas.
Diseñar software robusto: No optimizado para “salir al mercado rápido”, sino para durar décadas. Al menos, eso es lo que me enseñaron en la escuela que es la ingeniería.
Es fácil pensar que nada de esto es un problema grave. Que siempre habrá alguien que sepa arreglar el software cuando las cosas salgan mal.
Pero si la historia nos enseña algo, es que la tecnología no es inmune al olvido. Creo que algo similar está pasando en el declibe de los sistemas de la banca, construidos con sistemas legados basados en COBOL, que ya no es enseñan en las facultades de informática y cuyos fabricantes e integradores van desapareciendo poco a poco.
Y si seguimos en esta dirección, podría llegar un día en el que miremos atrás y nos demos cuenta de que perdimos el control de nuestra propia creación.
Al igual que comenta Blow, pieno que la verdadera revolución tecnológica está aún por llegar.
Paradójicamente, la solución al futuro del software no está en más inteligencia artificial, ni en más computación cuántica, ni en más automatización.
Está en algo mucho más simple: Hacer menos, pero hacerlo mejor.
Es un principio que ha definido a las mejores innovaciones de la historia. Desde Apple hasta SpaceX, las empresas más exitosas han sido las que priorizan la calidad sobre la cantidad, la elegancia sobre la complejidad, la funcionalidad sobre la sobrecarga.
La pregunta no es si la tecnología puede seguir avanzando. La pregunta es si tendremos la disciplina para evitar que se derrumbe bajo su propio peso.
Y en última instancia, si estamos dispuestos a abandonar la comodidad de lo complicado para recuperar el poder de lo simple.
Si la historia nos ha demostrado algo, es que el conocimiento no es una línea recta de progreso, sino una frágil cadena de transmisión que puede romperse con el tiempo. ¿Estamos condenados a repetir los errores del pasado y perder el control sobre nuestra propia tecnología? ¿Podemos recuperar la simplicidad sin sacrificar funcionalidad?
Aquí es donde la inteligencia artificial generativa plantea una incógnita interesante: ¿podría ayudarnos a mitigar este problema? Si las herramientas actuales han contribuido a la sobrecarga y la pérdida de comprensión del software, ¿podría la IA convertirse en una aliada para revertir la tendencia? ¿Podría ayudarnos a depurar, simplificar y reconstruir sistemas sin añadir aún más capas innecesarias?
Quizás, la clave no sea simplemente avanzar, sino aprender a avanzar de manera más inteligente.
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