Mira.
Hay biografías que intentan justificar el éxito con fórmulas sencillas: trabajo duro, visión, suerte.
Y luego está Source Code, las memorias de Bill Gates, que más que una historia de éxito, es el relato de una obsesión.
Una obsesión por entender cómo funcionan las cosas.
Por ganar a su abuela en las cartas no por suerte, sino por estrategia.
Por aprender a programar sin libros, desenterrando líneas de código manchadas de café en los cubos de basura de un centro informático.
Por construir un lenguaje antes de construir una empresa.
Y sí, también por tomar decisiones radicales: como dejar Harvard cuando no era lo obvio, sino lo urgente.
Gates no era el alumno modelo. De hecho, se aburría con facilidad, suspendía asignaturas, era el blanco de los matones. Lo único que le salvaba —o lo que más le marcó— fue el hambre por los retos intelectuales. Hoy en día sería catalogado con TDAH o similar.
Cuando descubrió que su abuela no ganaba a las cartas por magia sino por análisis, se encendió la chispa: si hay patrones, se pueden aprender. Y si se pueden aprender, se pueden dominar.
Desde entonces, todo —la escuela, los juegos, los ordenadores— se convirtió en un sistema que podía ser hackeado.
Bill creció en una familia privilegiada de Seattle, con acceso a una buena educación. Pero también hizo cosas que nadie más hacía con esos recursos:
Fundó un club para debatir política siendo niño.
Se autoinvitó al centro de informática local para pasar allí días y noches.
Hackeó el PDP-10 de su escuela y fue castigado por ello.
Se apuntó a los Boy Scouts para tener algo que hacer mientras le prohibían programar.
Lo importante no fue lo que tenía. Fue lo que hizo con ello.
Gladwell hizo famosa la regla de las 10.000 horas, pero Gates lo deja claro: lo que marcó la diferencia no fueron los años… sino las semanas.
Durante el invierno más nevado de Seattle, con las clases canceladas, él y sus amigos pasaron días encerrados programando en bucle. Sin interrupciones. Sin objetivos. Solo exploración.
Esa libertad —acceso ilimitado a un ordenador, sin presión de resultados— fue el campo de entrenamiento que le convirtio en programador. Fue su “zona”.
En aquella época no había tutoriales. Ni cursos de Udemy. Ni GPTs.
Lo que había eran impresiones rotas, líneas incompletas, y código sin explicación. Gates y Paul Allen aprendieron mirando el código de otros. Revirtiéndolo. Probando. Fallando.
Ese método de aprendizaje, por imitación activa y ruptura controlada, no solo les enseñó a programar… les enseñó a pensar como creadores de sistemas.
Su primer programa fue una app de recetas basada en el libro de recetas de su madre.
Después llegó una aplicación para gestionar el horario escolar, los programas de nómina, los contratos con empresas locales.
Pero el punto de inflexión fue el Altair 8800, un rudimentario ordenador personal que despertó la chispa: ¿y si el software pudiera acercar esta tecnología a todo el mundo?
El resto es historia: simularon un microprocesador Intel 8080 en el PDP-10 de Harvard, escribieron BASIC sin tener acceso al Altair real, y lo presentaron con éxito. Eso dio lugar al primer contrato comercial. Y al nacimiento de Micro-Soft (así, con guión al principio).
Cuando vendieron BASIC a MITS, la empresa del Altair, todo parecía perfecto. Pero al venderse MITS a otra compañía, empezó la guerra legal. La clave para mantener su independencia fue una cláusula del contrato, y el arbitraje al que les ayudó su padre.
Microsoft no nació de una visión romántica. Nació de una decisión pragmática: dejar Harvard, contratar a un abogado… y defender la libertad de licenciar su propio código.
Lo más fascinante del libro no es el final —que ya conocemos— sino la lógica que lo antecede:
No había plan de negocio.
No había mercado asegurado.
No había una misión de cambiar el mundo.
Lo que había era pasión. Curiosidad. Y el deseo de hacer algo útil con una máquina.
Lo demás —las oportunidades, las alianzas, las decisiones empresariales— vino después. No antes.
Gates no era un visionario en busca de un propósito.
Era un niño que no podía dejar de pensar en problemas.
Y a veces, eso es suficiente para encender una revolución.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD1: Si quieres sumergirte más en la historia, aquí tienes puedes encontrar Código Fuente, las memorias que todo fundador técnico debería leer al menos una vez.
PD2: Y si buscas una dosis de nostalgia tangible: un conjuntos de construcción para adultos. Es como tener parte de la historia de la informática… en tu estantería.
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