Desde hace siglos la humanidad ha buscado espejos para entenderse.
La mitología, la filosofía, la física.
Hoy ese espejo tiene otra forma: la inteligencia artificial.
Hoy quiero hablar de ese niño que quería entender el universo, uno como tantos otros, hoy hablo de Demis Hassabis.
De pequeño, Demis Hassabis no soñaba con coches ni superhéroes.
Soñaba con entender la realidad. La conciencia. El cerebro.
Y encontró un atajo inesperado: no la física, sino la inteligencia artificial.
Si queríamos responder a las preguntas más grandes —qué es la conciencia, cuál es la naturaleza de la realidad— quizá la vía más rápida no era la física, sino construir mentes artificiales.
Y ahí surge la paradoja. La máquina no siente, no se emociona, no sueña.
Pero al obligarnos a definir lo que significa aprender, pensar o razonar… nos obliga a preguntarnos qué significa ser humanos.
Ese impulso lo llevó a crear DeepMind. Y para entrenar a sus algoritmos empezó por donde nadie lo tomaba demasiado en serio: los videojuegos.
DeepMind empezó jugando.
Atari, Go, ajedrez.
Pero lo que realmente estaba en juego era algo mucho mayor: la posibilidad de que un algoritmo descubra por sí solo lo que ningún humano había visto antes.
Y con AlphaGo llegó la confirmación: la IA no solo aprendía, también inventaba formas de pensar que los humanos nunca habían imaginado en 2.000 años de historia del juego.
Pero los juegos eran apenas el campo de entrenamiento.
El salto llegó con AlphaFold, un sistema capaz de resolver el plegamiento de proteínas, un enigma que la biología llevaba medio siglo sin descifrar. En un año predijo la estructura 3D de 200 millones de proteínas: lo que a la humanidad le habría costado mil millones de años de trabajo.
Lo importante aquí no es el récord.
Es la constatación de que la ciencia puede dar saltos cuánticos cuando humanos y máquinas colaboran.
Aunque ahora falta resolver un pequeño problema, la caja negra funciona, pero no sabemos qué es lo que pasa dentro. Ni siquiera cuales son las leyes o principios que hacen eso posible, pero claro, algún trabajo nos debería quedar a los humanos, ¿no crees?
El momento AlphaFold marcó un antes y un después. Fue como desplegar el Hubble en la biología, pero eso no era lo único que consiguieron. Y es que en lugar de guardárselo, decidieron abrirlo al mundo. Ciencia como bien común.
Y lo que viene puede ser aún más radical. Los LLMs actuales son apenas aprendices con buena memoria. Pero lo que se está gestando —modelos capaces de razonar— promete abrir una nueva era. No solo responderán preguntas, sino que plantearán hipótesis, diseñarán experimentos, explorarán caminos que a nosotros ni se nos ocurrirían.
Imagina un laboratorio donde la creatividad humana se combine con la capacidad de prueba y error de una máquina que no se cansa, no se distrae, no tiene sesgos de ego. Una ciencia sin la fricción de los límites humanos, pero con dirección humana.
Ese es el verdadero reto de la dualidad hombre-máquina:
— ¿Usaremos la IA como un reflejo que amplifica nuestra curiosidad?
— ¿O como una excusa para acelerar sin rumbo en la carrera tecnológica?
Hassabis sueña con una “era de abundancia radical”. Y quizá tenga razón.
Pero esa abundancia dependerá menos de la potencia de los modelos… que de la madurez de quienes los guíen.
Hoy, a pesar de los logros ya conseguidos, Hassabis sigue mirando aún más lejos.
Con Isomorphic, su nueva empresa, quiere acelerar el descubrimiento de fármacos: de años a meses. Y en su horizonte personal aparece algo todavía más ambicioso: usar la IA general para explorar la naturaleza fundamental de la realidad, incluso a escalas que la física actual apenas roza.
Claro que el camino no está libre de riesgos. La carrera entre gigantes tecnológicos, lo que él llama el Moloch Trap, amenaza con empujar a la industria a decisiones apresuradas. Por eso insiste en la cooperación entre gobiernos, empresas y sociedad civil: no se trata solo de correr, sino de llegar bien.
Lo que me gusta de esta visión es que coloca a la IA no como una calculadora de productividad, sino como una herramienta para expandir lo humano. Para ir más allá de lo que nunca hubiéramos podido solos.
La pregunta es si nosotros, como sociedad, estaremos a la altura de esa posibilidad.
¿Seremos capaces de usar la IA para descubrir el universo… o terminaremos atrapados en el laberinto de nuestras propias prisas?
Porque al final, el espejo no nos dice quiénes somos. Solo nos devuelve la imagen que queremos ver.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
PD: Si te ha picado la curiosidad sobre este genio de nuestros días, quizá este libro sobre él te interese.