Hubo un tiempo en que Internet era una aventura, a veces salvaje.
Entrabas en un foro, descubrías un blog escondido en un rincón improbable, seguías un enlace que te llevaba a otro, y otro, y otro…
Así, a golpe de curiosidad y madrugada, aprendías, te perdías y encontrabas a otros que compartían tus mismas rarezas.
Era la web 1.0, aquella donde el “navegar” era literal.
No había feeds infinitos ni timelines dopados por algoritmos.
Como mucho, banners que podían provocar epilepsia.
También directorios, bitácoras, hipervínculos y ganas de explorar.
Luego llegó la web 2.0, y con ella, la promesa de la participación.
Todos podíamos publicar, comentar, compartir. Aunque acabó siendo una gran mentira.
Por un momento, pareció que la red se volvía verdaderamente democrática.
Pero pronto, el péndulo se desplazó.
Las plataformas se convirtieron en filtros.
Las empresas tecnológicas decidieron qué veíamos, y los algoritmos se convirtieron en los nuevos editores del mundo.
Ya no explorábamos Internet; Internet nos radiografiaba a nosotros.
Ahora algo aún más grande se está fraguando.
Hace unos días leía este artículo del MIT Technology Review, que resume muy bien esta nueva situación. Y es que según indicaba: “estamos viviendo el mayor cambio en la forma de buscar información desde los años 90.”
Se acabó eso de escribir palabras clave y revisar enlaces azules.
Ahora hablamos a la máquina y la máquina responde.
Google, Bing, ChatGPT, Perplexity… todos compiten por lo mismo: convertirse en la voz que contesta a tus preguntas, no en el mapa que te ayuda a encontrarlas.
No hay enlaces, ni referencias, ni caminos.
Solo respuestas.
Respuestas sintéticas, generadas en tiempo real por modelos de lenguaje que beben de millones de fuentes y las recomponen al instante.
A veces con acierto.
A veces con convicción, pero sin verdad.
Precisamente sobre el nuevo sistema operativo de internet y su interfaz, la voz, hablamos hace unas semanas en un episodio del podcast, Código Abierto.
Durante décadas, “googlear” fue sinónimo de buscar.
Hoy empieza a parecerse más a consultar un oráculo.
Le preguntamos de todo: qué libro leer, qué cocinar, cómo invertir, a dónde viajar, incluso cómo pensar sobre ciertos temas.
Y el oráculo responde.
Con autoridad, con tono humano, con una seguridad tan convincente que a menudo olvidamos que, en realidad, no sabe nada.
Solo predice palabras.
El resultado: una red que ya no está hecha de enlaces, sino de síntesis.
Una capa generativa que cubre la web original, absorbiéndola, reinterpretándola, y devolviéndola como texto nuevo, cada vez diferente.
El buscador se ha transformado en un modelo generativo, y la red, en su materia prima.
¿Quién sabe qué quedará cuando la propia web haya sido regurgitada por ella misma?
Los escombros del conocimiento
Este cambio plantea una pregunta incómoda: si ya no hay enlaces, ¿dónde queda la fuente? ¿Quién será el autor cuando todos los textos se mezclen y reescriban entre sí?
Los medios temen el “zero-click world”: un futuro donde nadie visita sus páginas porque la respuesta ya aparece en la pantalla del buscador.
Los creadores independientes ven cómo sus ideas acaban reempaquetadas por una IA que ni los cita.
Y los usuarios, poco a poco, pierden el sentido del origen.
En los 90, Internet era una biblioteca desordenada.
Hoy empieza a parecer un gran resumen automático del mundo.
Para mi los LLMs no dejan de ser un fichero zip gigantesco capaces de contener todo el conocimiento disponible en Internet.
La 3.0 aún no ha llegado (y no creo que lo haga)
Muchos soñamos con una web 3.0 descentralizada, sin intermediarios, donde los creadores recuperen el control y los datos vuelvan a ser de quienes los generan.
Pero por ahora, esa promesa es una utopía.
Mientras tanto, vivimos un momento intermedio: la red se vuelve conversacional, personalizada, predictiva.
Y las búsquedas —que antes nos abrían puertas— ahora nos cierran el viaje con una sola frase.
No navegamos; pedimos respuestas.
Y, poco a poco, dejamos de hacer preguntas.
¿Qué perdemos cuando todo se vuelve respuesta?
Quizá nostalgia sea la palabra.
No por lo técnico, sino por lo humano.
Esa sensación de descubrir algo por azar.
De tropezar con una idea en un blog que nadie leía.
De aprender buscando, no solo sabiendo.
Tal vez el mayor riesgo de esta nueva era no sea que la IA se equivoque,
sino que acierte demasiado pronto,
sin darnos tiempo a pensar.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD1: Si quieres entender cómo los buscadores están cambiando el tejido mismo de Internet, te recomiendo el artículo original de MIT Technology Review: “AI is weaving itself into the fabric of the internet with generative search”.
PD2: Para reconectar con los orígenes de la web, escucha The Internet History Podcast o lee How the Internet Happened de Brian McCullough. Te recordará por qué navegar fue, durante un tiempo, una forma de libertad.
PD3: Y si quieres imaginar cómo podría ser una web realmente descentralizada, donde los usuarios vuelvan a ser dueños de sus datos y creadores de su valor, Leer, Escribir, Poseer de Chris Dixon. Un manifiesto sobre cómo recuperar el alma perdida de Internet.