Cuando pienso en los veranos de mi infancia en los 90, no hay notificaciones, ni redes sociales, ni vídeos en bucle o pantallas luminosas. Sin embargo se llena de bicicletas, el césped de la piscina, la Game Boy, mi walkman, el libro de Vacaciones Santillana… y sobre todo, silencio.
Pero no ese silencio solemne de las bibliotecas, sino uno más vivo: el de no tener que estar conectado todo el tiempo, el de los días que se estiraban sin preocupaciones.
En esa época éramos dueños de nuestros ratos muertos. aburrirnos sin sentir culpa, escribir cartas que nunca enviaremos, grabar cintas con las canciones que se colaban por la radio, y esperar días, incluso semanas, a que algo ocurriera. El tiempo tenía su peso específico. Y eso lo hacía valioso.
Hoy, sin embargo, nos hemos acostumbrado a que todo ocurra en tiempo real. Vivimos en una especie de directo permanente donde lo que no se comparte parece no existir. Y en esa aceleración constante, hemos perdido algo más que privacidad: hemos perdido los ritmos que antes sostenían nuestras ideas, nuestras relaciones… incluso nuestras emociones.
Mientras preparaba esta edición, volví a escuchar un episodio del podcast Gabinete de Curiosidades titulado “La última década lenta”. Y me tocó algo hondo, como casi siempre que lo escucho.
A veces, las cosas solo necesitan tiempo. Como esa historia olvidada en el fondo de una mochila: la de River Phoenix. Al morir, se encontraron cartas sin enviar entre sus pertenencias. Como una metáfora de lo que dejamos atrás: palabras que no dijimos, ideas que no escribimos, finales que no cerramos. Y convierte ese silencio en arte.
Lo inesperado es que esta anécdota, íntima y silenciosa, terminó transformándose en una canción compuesta por su amigo, Michael Stipe, cantante de R.E.M.
Esa resistencia artística no es solo una cuestión estética. Es una declaración política frente al modelo dominante de nuestro tiempo: La era del capitalismo de la vigilancia.
Un sistema que, como define Shoshana Zuboff, se basa en extraer nuestros datos personales para predecir y manipular nuestro comportamiento, todo ello sin verdadero consentimiento. No se trata solo de que “nos espían” o “nos segmentan”. Se trata de algo más profundo: hemos pasado de ser usuarios… a ser el producto.
Y lo más perverso es que ese modelo no nació con Facebook ni con TikTok. Su semilla según varios autores se plantó en un momento de miedo colectivo: los atentados del 11 de septiembre. En nombre de la seguridad, empezamos a aceptar el control. Casi sin darnos cuenta, abrimos la puerta a un nuevo tipo de economía basada en la observación constante.
Hoy cuesta imaginar un mundo sin Google Maps, sin mensajes instantáneos, sin asistentes digitales. Todo está mediado por algoritmos.
Y ahora, con la llegada de la IA generativa, la cosa se acelera aún más.
Ya no solo consumimos de forma automática, también producimos así. Textos, imágenes, ideas. Todo más rápido, más barato… y muchas veces, más vacío.
¿Dónde queda la pausa para pensar? ¿El derecho a demorarse? ¿La libertad de no ser relevante?
Tal vez por eso, cada vez valoro más los espacios sin algoritmo. Las conversaciones sin prisa. Las ideas que tardan en madurar.
Tal vez por eso sigo escribiendo esta newsletter.
Suscríbete para leer esta y otras muchas historias sobre innovación, tecnología y negocios.
Usar Internet a finales de los 90 era una experiencia sonora: el pitido de un módem, el zumbido metálico de la conexión, y luego, el silencio de una página que tardaba en cargar. Hoy todo es distinto. No solo porque estamos siempre conectados, sino porque esa conexión ya no es neutral.
Vivimos en la era del capitalismo de la vigilancia: un sistema donde cada gesto, cada clic, cada desplazamiento o palabra dicha —en voz alta o en texto— se convierte en un dato con el que se comercia.
Este modelo, es simple y brutal: transformar la experiencia humana en materia prima gratuita para ser capturada, convertida en productos predictivos y revendida al mejor postor. No se trata solo de mostrarte un anuncio si pasas cerca de un McDonald’s. Es algo más profundo: anticipar tus deseos, modelar tus decisiones… y monetizarlas.
Google fue el pionero. Con los datos de nuestras búsquedas y hábitos, logró multiplicar sus ingresos más de 35 veces en apenas cuatro años. Facebook no tardó en seguirle, construyendo su imperio no sobre conexiones humanas reales, sino sobre la vigilancia sistemática de nuestras relaciones, intereses y vulnerabilidades.
El capitalismo de la vigilancia no se impuso con fuerza, sino con sigilo. Al fin y al cabo, ninguno leemos los términos y condiciones, solo los aceptamos. Nos ofreció mapas gratuitos, redes sociales, un buzón de correo electrónico ilimitado, asistentes de voz… A cambio, nosotros cedimos todo lo demás: nuestra privacidad, nuestros hábitos, incluso parte de nuestra voluntad.
Y lo hicimos, en parte, porque veníamos de un cambio más profundo.
En los años 70 y 80, voces como las de Hayek o Friedman promovieron una visión de capitalismo sin reglas. Una economía autorregulada, sin interferencias, que rechazaba cualquier freno ético o social. Esta ideología fue adoptada con entusiasmo: primero por Reagan y Thatcher, luego por el resto del mundo. Y con ella se desmantelaron los mecanismos que protegían a la sociedad de los excesos del mercado.
Así, cuando la digitalización llegó, lo hizo a un terreno fértil.
Pero hubo un punto de inflexión. Tras los atentados del 11 de septiembre, el miedo abrió nuevas puertas. Estados Unidos, y luego muchas otras democracias, rebajaron aún más las barreras a la vigilancia. La privacidad dejó de ser una prioridad; la seguridad, o su promesa, lo justificaba todo.
La NSA y la CIA comenzaron a colaborar con empresas como Google. La lógica del control y la del beneficio encontraron su punto de fusión.
Desde entonces, la vigilancia no solo se tolera, se normaliza. Cuando apareció Google Glass, y con ella la posibilidad de grabarlo todo en cualquier momento, surgieron críticas. Pero luego… nos acostumbramos. Aceptamos. Y lo aceptamos porque nos dijeron que era inevitable. Porque Pokémon Go parecía inofensivo. Porque “todo el mundo lo hace”.
Ese es el verdadero triunfo del capitalismo de la vigilancia: no es que nos espíe, es que nos convence de que no hay alternativa.
Si te gusta lo que estas leyendo, no olvides que también tienes disponible el podcast de Innovation by Default 💡. Suscríbete aquí 👇
Seguramente tú también habrás pensado: “yo no tengo nada que ocultar”. Como si la privacidad fuera solo para quien delinque. Porque el problema no es lo que tú escondes, sino lo que otros extraen. Y cómo lo usan.
El capitalismo de la vigilancia ya no se conforma con saber dónde estás o qué compras. Ahora quiere saber cómo te sientes. Literalmente.
¿Te tiemblan los párpados? ¿Frunces el ceño? ¿Te quedas más segundos mirando una foto que otra? Todo eso se mide. Se convierte en dato. Se cruza con tu edad, tu ubicación, tu historial, tu estado emocional. Y se monetiza.
Empresas como Realeyes ya han construido bibliotecas de millones de microexpresiones faciales para descifrar nuestras emociones al vuelo. Otras, como Google, diseñan tejidos inteligentes que pueden “sentir” nuestros movimientos corporales y deducir qué hacemos, cómo nos movemos… y con quién.
Porque, como reza una de las frases más inquietantes del marketing moderno: “cuanto más siente la gente, más gasta”.
Facebook lo ha admitido: han manipulado el contenido del feed de noticias de millones de personas para medir el efecto emocional.
Pero lo más peligroso de todo esto no es la tecnología. Es la narrativa.
Nos quieren hacer creer que este futuro es inevitable. ¿Seguro?
La historia nos ha enseñado que la comodidad es un mal argumento para entregar libertad.
El capitalismo de la vigilancia nos vende una utopía donde todo está automatizado: coches que se apagan solos si no pagas la cuota, altavoces que te ofrecen productos antes de que los pidas, casas que reportan lo que haces. Todo fluye, sin papeleo, sin fricción. ¿Pero a qué precio?
Ahora, una nueva capa se suma a este modelo: la IA generativa.
¿De dónde crees que se alimentan estos modelos? De textos, imágenes, música, voces… generadas por otros. A veces, sin saberlo. En ocasiones, sin que se haya otorgado permiso, y este seguramente podría ser el debate más intenso que la propiedad intelectual haya enfrentado hasta la fecha.
La IA generativa no solo produce. También absorbe. Aprende de nuestras creaciones, nuestras conversaciones, nuestras preguntas.
Lo más preocupante no es que cree cosas parecidas a las tuyas. Es que puede hacerlo antes que tú, más rápido que tú, y sin que tú recibas crédito, compensación ni control.
En un mundo donde lo automático se impone, resistirse a la inmediatez se vuelve subversivo. Crear a fuego lento. Elegir no publicar. Esperar para entender qué quieres decir, y cómo decirlo. Todo eso se vuelve casi revolucionario.
La buena noticia puede ser que nada de lo que hemos hablado hasta ahora vaya a ser inevitable. A veces, cuando hablamos de estos temas, se instala una sensación de resignación. Como si esto fuera simplemente el precio de vivir en el siglo XXI. Como si no hubiera salida.
Pero esa es precisamente la narrativa que hay que romper.
No estamos condenados a vivir sin privacidad, sin propiedad creativa, sin control. Existen alternativas. Tecnologías centradas en el usuario. Políticas más equilibradas. Culturas digitales que no se basen en la extracción, sino en la colaboración.
Lo primero es darnos cuenta. Y es que cuando entendemos cómo se recogen y usan nuestros datos, la mayoría lo rechaza. Nadie quiere ser manipulado. Nadie quiere ser observado sin saberlo. Nadie quiere que su casa deje de ser su refugio.
Y aunque hay una generación que ha crecido sin conocer un mundo sin pantallas, eso no significa que no puedan imaginar otro diferente. Pero necesitan referentes. Necesitan espacios sin algoritmo. Necesitan saber que aún existe el derecho a pensar sin ser interrumpido.
Food for thought
Si hay una constante en todo esto, es el cambio. Pero no cualquier cambio: uno que no solo transforma herramientas, sino comportamientos, emociones… y normas invisibles de convivencia.
Internet empezó como una promesa de libertad. Un lugar para expresarte, descubrir el mundo, conectar con otros.
Hoy, tus búsquedas, tus pulsaciones, tu localización, incluso tus microexpresiones, no son tuyas. Y ahora, con la llegada de la IA generativa, esa lógica se expande.
Pero la cuestión no es solo tecnológica. Es cultural. Es generacional.
Porque el mundo en el que crecimos tú y yo —con sobremesas largas, calles sin GPS, cartas que tardaban días en llegar, ideas que necesitaban silencio para madurar— ese mundo apenas se parece al que habitan nuestros hijos.
Y probablemente se parecerá aún menos al que vivan nuestros nietos.
No digo que todo pasado fuera mejor. Pero sí que había algo valioso en ese tiempo sin algoritmo. Hoy, en cambio, nos cuesta desconectar sin culpa. Aburrirnos sin buscar estímulo. Pensar sin abrir una pestaña más.
Y, sin embargo, no todo está perdido.
Quizá no podamos devolverle a nuestros hijos el mundo exacto que conocimos. Pero sí podemos ofrecerles uno donde aún exista la posibilidad de escribir una carta sin algoritmo. De crear sin que todo se mida. De ser sin tener que mostrarse.
Eso empieza, como casi todo, por una elección personal: ¿qué tipo de presente estamos dispuestos a defender?
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
Gracias por acompañarme en un nuevo Diario de Innovación, ¡y te espero la semana que viene en otra edición de Innovation by Default 💡!