Estas últimas semanas han sido intensas.
El arranque del nuevo año fiscal en Oracle ha traído consigo algo más que ajustes en el presupuesto o nuevos objetivos. Ha traído una nueva estructura. Y con ella, cambios. Cambios de estrategia, de equipos, de liderazgos… y también de certezas.
He vivido de cerca cómo estos movimientos, que sobre el papel son lógicos y hasta necesarios, se traducen en emociones complejas en la práctica. Incertidumbre, duelo, desconcierto. Porque trabajar con personas —a diferencia de trabajar con sistemas— requiere tener presente algo fundamental: los humanos no se reinician con un clic. No basta con comunicar el cambio. Hay que acompañarlo. Hay que entender que cada reestructuración también es una historia de adaptación biológica.
Sí, biológica.
Porque las organizaciones —aunque las pintemos con organigramas y las midamos con OKRs— están hechas de carne, no de silicio. Son sistemas vivos. Y como tales, se adaptan como lo hacen los organismos: con resistencia, con ensayo y error, con tiempo. A veces, con dolor. Y por eso no tengo tan claro que la llegada de la inteligencia artificial generativa vaya a hacer estos procesos más fáciles. Más rápidos, creo que tampoco. Pero más humanos… seguro que no.
Hoy quiero hablarte de eso: de cómo se reconfiguran las empresas después de haber atravesado dos cisnes negros que lo alteraron todo —la pandemia de la COVID-19 y la explosión de la IA generativa—, y qué enseñanzas nos han dejado sobre estructura, cultura y decisiones.
Lo haré entrelazando algunas ideas que escribí hace años sobre el trabajo remoto y la autonomía organizativa, con fragmentos del libro Reframing Organizations de Bolman y Deal, una obra clave para entender que no hay una única forma de mirar una empresa… ni de gestionarla.
Porque el teletrabajo no solo derribó prejuicios. También puso en evidencia cuántas decisiones eran más culturales que operativas. Cuántas barreras nos las habíamos inventado. Cuántas normas eran solo hábitos envueltos en PowerPoints.
Y porque la IA generativa, que ahora parece la gran aliada para simplificar tareas, también está exponiendo muchas de nuestras trampas cognitivas y atajos mentales. La típica picaresca de buscar el fallo en Matrix empieza a tener los días contados. Y eso va a incomodar a más de uno.
Hoy quiero invitarte a pensar en la estructura de las organizaciones no como un organigrama, sino como un sistema nervioso. A explorar cómo algunas compañías —como Automattic con su modelo distribuido— han construido desde hace años entornos de trabajo sin oficinas, con procesos asincrónicos y culturas de confianza. Y a preguntarnos si ese “nirvana organizacional” del que hablábamos en plena pandemia sigue siendo posible… o si simplemente fue un espejismo de aquellos días de confinamiento.
Vamos a hablar de madurez organizacional, de estructuras que habilitan (y otras que bloquean), de cómo reconfigurar equipos en un mundo donde cada vez más las decisiones son compartidas con sistemas que predicen, automatizan y sintetizan.
Pero también, y sobre todo, vamos a hablar de personas.
Porque por mucha IA que tengamos a mano, hay algo que ninguna tecnología puede replicar: nuestra capacidad de adaptarnos como especie.
De reinventarnos. De seguir trabajando con otros, aunque cambien las herramientas, los formatos o los jefes. De seguir adelante, incluso cuando no tenemos todas las respuestas.
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Durante años, muchos líderes creyeron que una buena dosis de esfuerzo, un propósito claro y algo de experiencia bastaban para hacer funcionar una empresa. Pero llegaron dos cisnes negros —el COVID y la IA generativa— y nos enseñaron que dirigir una organización en el siglo XXI requiere algo más que buenas intenciones.
En los momentos más críticos, lo que sostiene a una organización no es su propósito, ni siquiera su estrategia. Se trata de su estructura, compuesta por las personas, y de su cultura, que se manifiesta en el comportamiento de estas.
Lo aprendimos de golpe en marzo de 2020. Sin tiempo para planificar, miles de empresas fueron lanzadas al mayor experimento de teletrabajo de la historia. Lo que hasta entonces era un privilegio marginal o una promesa de modernidad, se convirtió en la única opción viable. Y entonces muchas cosas colapsaron… pero otras sorprendieron por su resiliencia.
Durante ese periodo, algunos equipos florecieron porque ya tenían estructuras preparadas —tecnológicas, pero sobre todo culturales— para funcionar a distancia. Otros simplemente copiaron la oficina en Zoom, manteniendo los viejos hábitos bajo nuevas máscaras. La mayoría improvisó, y muchas siguen improvisando hoy, varios años después.
Y justo cuando parecía que ya habíamos aprendido a lidiar con la incertidumbre, llegó otro cambio disruptivo: la inteligencia artificial generativa.
En este nuevo escenario, se vuelve imprescindible lo que Bolman y Deal llaman “reencuadrar la organización”: mirar el mismo sistema desde diferentes ángulos para no caer en simplificaciones peligrosas.
Simplificar la complejidad puede ser un error fatal
Los líderes se enfrentan constantemente a problemas complejos. Algunos lo resuelven huyendo hacia la intuición; otros, escondiéndose tras la sobreinformación. Pero ambos caminos tienen un peligro común: el sesgo.
Durante la pandemia, muchas decisiones se tomaron con pánico o con fe ciega en “lo que siempre ha funcionado”. Y con la IA generativa ocurre algo parecido: ante la avalancha de posibilidades, muchos ejecutivos recurren a atajos mentales, en lugar de diseñar estructuras capaces de absorber la complejidad.
Pienso que el error más común en tiempos de cambio no es la falta de tecnología, sino la falta de preguntas. Preguntas que desafíen nuestras creencias, como: ¿realmente necesitamos tantas reuniones? ¿Medimos el rendimiento por horas o por resultados? ¿Tomamos decisiones basadas en datos o en jerarquía?
La solución no está en responder rápido, sino en estructurar mejor. Como un buen sistema operativo: que sea capaz de adaptarse sin colapsar.
Equipos autogestionados: cuando las estructuras se vuelven humanas
Uno de los grandes aprendizajes del trabajo remoto ha sido descubrir que muchos equipos funcionan mejor sin vigilancia constante. Cuando se les da autonomía y confianza, son más rápidos, más creativos y más eficaces.
En Reframing Organizations, los autores muestran cómo las organizaciones más resilientes son aquellas que no dependen de un solo tipo de estructura. Whole Foods, por ejemplo, funciona con equipos autogestionados que toman decisiones sobre productos, turnos y salarios. La inteligencia colectiva sustituye al micromanagement.
Y es aquí donde IA y estructura se encuentran. Un equipo que se gestiona solo puede integrar una herramienta como ChatGPT o Claude no como una amenaza, sino como un aliado. Pero para eso, debe haber una cultura de confianza y procesos claros. Si no, la IA solo acelerará el caos.
En mi experiencia, la mejor tecnología solo amplifica lo que ya eres como organización. Si eres transparente, será una aliada. Si eres opaco, será un espejo incómodo.
Contratar, reconocer, retener: estructuras que sostienen el talento
Southwest Airlines diseñó sus entrevistas de contratación para identificar no solo competencias, sino cultura. El humor era tan importante como el currículum. Y quienes no encajaban, quedaban fuera, aunque fueran pilotos excelentes.
Contratar bien es diseñar estructura. Reconocer bien también lo es. Empresas como Google o Costco pagan más, sí. Pero también estructuran sus incentivos de forma que el talento quiera quedarse, no solo por el sueldo, sino por el proyecto.
Ya he hablado alguna vez de cómo las herramientas low-code y no-code están empoderando a los empleados. Pero ese poder solo se convierte en transformación real si va acompañado de reconocimiento y autonomía. De lo contrario, la herramienta se convierte en una jaula de oro más para la cultura de la compañía.
Repartir poder y seguridad: los otros pilares invisibles
¿Y si parte del futuro organizacional pasara por rediseñar el concepto de seguridad? La historia de Lincoln Electric es un caso fascinante: una empresa que se negó a despedir a sus trabajadores incluso durante una caída del 40% en ventas. Reasignaron tareas, reciclaron perfiles… y sobrevivieron.
Porque cuando una organización protege a su gente, su gente protege a la organización.
Lo mismo ocurre con la participación en los beneficios. Si una empresa gana mucho, pero reparte poco, no genera compromiso. Si comparte el éxito —como hacen miles de empresas a través de planes de participación accionarial— la estructura se vuelve más justa… y más sólida.
En el entorno híbrido actual, con personas y máquinas trabajando juntas, con decisiones tomadas por algoritmos y ejecutadas por humanos, el verdadero reto no es tecnológico, sino organizacional.
¿Cómo mantenemos la confianza, el propósito y la pertenencia cuando todo parece líquido y automatizable?
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Mito, visión y los héroes invisibles del cambio
Uno de los grandes errores cuando hablamos de estructura organizativa es reducirla a jerarquía. Pero hay una dimensión menos visible —y más poderosa— que define cómo se comporta una empresa: su mito.
No hablamos de fábulas, sino de relatos fundacionales que actúan como sistema inmunológico y brújula moral.
Como bien decía Carl Jung, los mitos crean sueños colectivos. Permiten que las personas se alineen con una visión compartida. Y eso, en tiempos de cambio, es oro puro.
En el caso de Southwest Airlines, ese mito se dibujó en una servilleta. Literalmente. Su primer modelo de negocio —conectar Dallas, Houston y San Antonio con vuelos baratos y frecuentes— se ideó en un restaurante de carretera. Puede que sea una exageración, pero el relato encarna un valor: hacer lo simple, posible. Lo accesible, deseable. Y eso quieras que no, contagia a cualquiera.
Lo mismo ocurre en empresas que reconocen a sus heroínas. Mary Barra, en General Motors, no solo rescató la compañía tras una crisis reputacional enorme. Redefinió el tipo de liderazgo que una empresa centenaria necesitaba: uno basado en la verdad, la transparencia y la responsabilidad. La historia importa. Pero más aún quién la encarna.
Y es que el verdadero cambio organizacional no se produce en la estructura formal, sino en la narrativa compartida. En cómo explicamos quiénes somos, por qué trabajamos y qué nos une.
Las organizaciones que no cuidan su mito, pierden cohesión. Y sin cohesión, no hay estructura que resista.
El cambio de liderazgo no es un cambio de software
Asumir un cargo directivo parece, sobre el papel, un ascenso. Pero en realidad es un shock cultural. Requiere leer el contexto como quien aprende un idioma nuevo: sin mapas claros, con muchos malentendidos y la necesidad constante de interpretar.
Uno de los marcos que propone Reframing Organizations es precisamente el enfoque simbólico: comprender la empresa no solo como estructura o flujo de decisiones, sino como una obra de teatro. Cada rol, cada gesto, cada sala de reuniones tiene un valor implícito. Y un líder nuevo entra, como Cindy Marshall en el ejemplo anterior, en un escenario que no ha montado. Entra en una historia que ya estaba escrita por otros.
En mi experiencia reciente, lo he visto de cerca. Cambiar una estructura o una estrategia es fácil con un PowerPoint. Lo difícil es reescribir las lealtades internas, las reglas no escritas, las rutinas emocionales. Por eso insisto en que el diseño del cambio es tan importante como su contenido.
Las personas no se actualizan como un sistema operativo. Y ningún cambio estructural será sostenible si no se acompaña de un proceso de adaptación casi biológico.
La cultura es el sistema operativo que no se ve
En tiempos de transición —ya sea un nuevo CEO o una reestructuración global—, muchos fracasan no por la estrategia, sino por el choque cultural.
3M lo vivió en carne propia. Cuando James McNerney intentó imponer eficiencia sin comprender que la creatividad era el núcleo identitario de la compañía, los resultados financieros mejoraron… pero a costa de apagar la chispa innovadora que había dado lugar a productos como los Post-it.
Es fácil caer en ese error. Llegar a una empresa y pensar que puedes “optimizarla” como si fuera una fábrica cualquiera. Pero como muestra Reframing Organizations, la cultura actúa como una membrana invisible que filtra todo: decisiones, ideas, incentivos, conflictos. Si no sabes navegarla, te estancas o te expulsan.
Alan Mulally, en cambio, lo entendió a la perfección en Ford. Su primer paso no fue la eficiencia, sino la legitimidad. Ganarse a la familia Ford, al consejo, a los históricos del lugar. Supo que sin ellos, cualquier plan sería papel mojado. Y por eso su transformación funcionó incluso en plena crisis financiera.
Y es que no hay innovación tecnológica sin comprensión cultural. Automatizar sin adaptar es como construir un rascacielos sobre arena.
Ética, reputación y la memoria larga de los sistemas complejos
Howard Schultz lo entendió antes que muchos: el alma de una empresa no está en su cuenta de resultados, sino en cómo se comporta cuando nadie la mira. Por eso, cuando vio que Starbucks podía estar creciendo a costa de sus principios, encendió todas las alarmas.
Las empresas que sobreviven son las que entienden que la ética no es un complemento. Es parte de su arquitectura. Una empresa sin valores sólidos es como una app sin seguridad: tarde o temprano, será explotada.
Si Siemens fue el ejemplo de lo que ocurre cuando el cortoplacismo gobierna (sobornos, paraísos fiscales, reputación destruida), Medtronic representa lo contrario. Cuando descubrieron un caso de corrupción interna, no lo taparon. Lo enfrentaron. Y ese gesto de integridad les hizo más fuertes, no más frágiles.
En el contexto actual, donde la IA generativa puede amplificar errores, sesgos o decisiones poco éticas a una escala masiva, esta dimensión cobra aún más relevancia. No basta con adoptar tecnología. Hay que diseñar principios que la gobiernen, que la controlen, que la alineen con nuestra cultura.
Y es que cada herramienta que ponemos en manos de nuestros empleados puede ser un martillo… o una brújula. Depende de para qué la usen.
Food for thought
No existe una única forma de diseñar una empresa. Cada organización responde a su contexto, a su historia, a sus personas. Pero sí hay algo que comparten aquellas que consiguen prosperar en medio del cambio: entienden que su estructura no es un corsé, sino un sistema nervioso. Y que su misión no es controlar, sino coordinar.
En un mundo alterado por dos cisnes negros —la pandemia y la IA generativa— lo que está en juego ya no es solo el cómo trabajamos, sino el para qué lo hacemos. Ya no vale con ser eficientes. Ni siquiera con ser ágiles. Hay que ser intencionales. Y eso requiere pasar del control al diseño.
Diseño de estructuras que no bloqueen, sino que habiliten.
Diseño de incentivos que alineen intereses individuales con propósitos colectivos.
Diseño de decisiones que integren información, intuición y, ahora también, inteligencia artificial.
Diseño de cultura, porque lo que une a las personas no es el organigrama, sino el relato compartido.
Este ha sido el gran aprendizaje de estos últimos años: no lideramos organizaciones como quien gestiona una máquina. Lideramos sistemas vivos. Y como todo sistema vivo, una empresa necesita tiempo, cuidado… y estructura para seguir evolucionando.
Las empresas son entidades complejas que operan en un mundo complejo. Por eso, no deberíamos esperar que la toma de decisiones sea sencilla. Sin embargo, aplicar una serie de estructuras y marcos bien diseñados —como los equipos autogestionados, una cultura sólida o el compromiso ético— puede marcar la diferencia entre navegar una tormenta… o naufragar en ella.
Uno de los consejos más potentes que nos deja Reframing Organizations es simple pero transformador: culpe a la estructura, no a las personas. Porque muchas veces, cuando algo falla, buscamos responsables con nombre y apellidos. Pero lo que hay detrás es otra cosa: un diseño mal planteado, unas responsabilidades mal definidas, una cadena de decisión equivocada.
Si algo no está funcionando, antes de cambiar al equipo, revisa el plano.
La IA generativa va a poner esto aún más a prueba. Va a amplificar nuestras virtudes, pero también nuestros defectos estructurales. Va a acelerar los ciclos, pero también las tensiones. Y lo que nos salvará —una vez más— no será la tecnología, sino nuestra capacidad de estructurar bien lo humano.
Estructurar para confiar.
Estructurar para adaptarse.
Estructurar para decidir mejor en lo incierto.
Estructurar, al fin y al cabo, para evolucionar.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
Gracias por acompañarme en un nuevo Diario de Innovación, ¡y te espero la semana que viene en otra edición de Innovation by Default 💡!