Mira.
En los años 90, tres jóvenes israelíes montaron una empresa de software con 2.000 dólares prestados y la dirección de casa de su madre.
Ninguno sabía muy bien qué era la “innovación”, pero todos sentían que algo estaba cambiando. Pocos años después, Israel era un hervidero de startups, capital riesgo y empresas saliendo a bolsa. El famoso “milagro tecnológico”.
¿El problema? Que ese crecimiento solo benefició a unos pocos: los ingenieros, los programadores, los insiders del sistema. La desigualdad creció. La economía prosperaba, pero la mayoría se quedó fuera.
Esta es la historia —y la advertencia— que cuenta Dan Breznitz en su charla TEDxToronto. Dan es economista y experto en innovación, y traslada en esta charla uno de los discursos más lúcidos que he escuchado últimamente en torno a la innovación: si solo premiamos la invención radical, creamos economías desiguales.
Si en cambio apostamos por mejorar productos, procesos y capacidades —por la innovación “incremental”— podemos generar prosperidad para muchos, no solo para unos pocos.
Este puede ser el camino que hemos trazado en la narrativa de las últimas décadas, sin embargo hay otros alternativos que han ido del mito Silicon Valley a la estrategia Taiwán.
Breznitz distingue cuatro etapas en la globalización de la innovación:
La novedad: ideas nuevas convertidas en productos. El Silicon Valley de siempre.
El diseño y el prototipado: Italia y sus zapatos, por ejemplo.
La mejora continua: hacer productos más fiables, asequibles y accesibles. Aquí está la clave. Parte del milagro económico chino de las últimas décadas, de copiar y mejorar, a innovar.
La producción innovadora: como Shenzhen, con sus fábricas modulares y adaptativas.
El ejemplo que usa para ilustrar la tercera etapa es brillante: Giant Manufacturing, la empresa taiwanesa de bicicletas que pasó de ser proveedor de Schwinn a liderar el sector con su apuesta por el carbono, la colaboración público-privada, y una cadena de valor que da empleo digno a miles de personas sin necesidad de un doctorado en física cuántica.
Otro de los ejemplos más llamativos es el de Israel, que innovó… pero no incluyó
Durante décadas, Israel invirtió en I+D intensivo y creó un ecosistema puntero. Pero mientras los salarios y la productividad crecían en el sector tecnológico, el resto de la economía se estancaba. Hoy, una de cada cinco familias no puede comprar comida al final del mes.
Innovación sin inclusión acaba generando fracturas.
Por eso, la tesis de Breznitz es provocadora, pero certera: dejemos de querer ser Silicon Valley. Empecemos a querer ser Taiwán.
¿Y si Canadá —o cualquier otro país— pensara en crear su propio Giant antes que su propia Tesla?
Es más fácil, más inclusivo y más adaptado a los retos reales: transición verde, biotecnología, educación técnica, empleos dignos. Y no, no hace falta reinventar el mundo. Basta con hacerlo mejor, más accesible y más humano.
Recuerda esto:
La invención cambia el qué.
La innovación, bien pensada, cambia el quién y el cómo.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD 1 – Puedes ver el discurso completo de Dan Breznitz aquí.
PD 2 – Si quieres leer más sobre innovación inclusiva, te recomiendo Innovation in Real Places, del propio Breznitz. No tiene una portada bonita, pero tiene ideas que valen oro.
PD 3 – Y si te preguntas por qué Silicon Valley sigue siendo el faro de la innovación, este modelo de juegos de bloques del skyline tecnológico californiano es una forma divertida (y bastante reveladora) de construirlo pieza a pieza. Literalmente.
Gracias por acompañarme en un nuevo Diario de Innovación, ¡y te espero mañana en Innovation by Default 💡!