Cada vez que una ciudad en crisis busca reinventarse, la receta parece inmutable: atraer startups, construir un hub tecnológico, lanzar una incubadora, pintar murales de Steve Jobs en las paredes del coworking municipal y declarar que “el talento es el nuevo petróleo.”
Pero cuando se apagan los focos del evento de presentación y las promesas de unicornio se disuelven en el aire, queda una pregunta sin resolver: ¿qué pasa con todos los lugares que no son —ni serán jamás— Silicon Valley?
El profesor Dan Breznitz, de quien hablábamos hace unos días en uno de los Diarios de Innovación, tiene una respuesta incómoda pero honesta: la estrategia de la imitación ha fracasado.
En su libro Innovation in Real Places, Breznitz desmonta la ilusión del copy-paste emprendedor. Sostiene que la innovación no es un producto de importación, ni una cuestión de glamour mediático o apps con buen pitch. Es un proceso profundamente local, anclado en las capacidades reales de una región, y que puede —y debe— tomar formas muy distintas a las del famoso valle californiano.
Breznitz distingue entre distintos tipos de innovación: la que genera ideas radicalmente nuevas, la que mejora productos existentes, y la que optimiza procesos de producción.
Silicon Valley ha dominado la primera categoría. Pero las otras dos —menos visibles, menos sexys, pero no menos importantes— han sido clave para el desarrollo sostenido de regiones como Shenzhen, el norte de Italia o partes del sur de Alemania.
Su propuesta es simple pero radical: en lugar de perseguir la quimera de ser el nuevo Silicon Valley, las comunidades deberían analizar en qué parte de la cadena de valor global pueden aportar algo distinto. ¿Tienen experiencia en producción? ¿Diseño? ¿Integración de sistemas? ¿Logística avanzada?
A partir de ahí, fomentar una forma de innovación coherente con su ADN económico y social. Algo que no suene tan bien en titulares, pero que genere empleo real, salarios dignos y resiliencia territorial.
Una de las críticas más contundentes del libro va dirigida a los planes económicos que confunden innovación con emprendedurismo, y emprendedurismo con creación de startups de software. Breznitz lo deja claro: muchas regiones han volcado millones en fondos, eventos y subsidios con la esperanza de que algún día llegue “el unicornio”, sin preguntarse si ese modelo es realista —o siquiera deseable— para su contexto.
El resultado ha sido una economía de cartón piedra: abundante en aceleradoras, pero escasa en empleo cualificado; rica en pitch decks, pero pobre en propiedad intelectual local. Una burbuja de expectativas que desvía recursos de otras formas más efectivas (aunque menos fotogénicas) de innovación.
La propuesta de Breznitz no es pesimista, sino profundamente pragmática. El mensaje de fondo es que no hace falta reinventar el mundo para innovar. Hace falta, más bien, mirar con nuevos ojos lo que ya está funcionando y construir sobre ello.
El enfoque no parte de la imitación, sino de la identidad. Y eso, en un mundo globalizado donde todos compiten con todos, puede ser la ventaja más difícil de copiar.
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El espejismo del “próximo Silicon Valley”
Hay un mito que se repite con la fe de una oración secular: si atraes suficientes startups, te convertirás en la próxima Silicon Valley. Solo hace falta montar un parque tecnológico, repartir subvenciones, atraer algo de venture capital, y listo: crecimiento económico garantizado, innovación desenfrenada, y titulares en prensa internacional.
Pero esa historia —repetida por alcaldes, ministros y consultores desde los años 90— rara vez termina bien.
Atlanta, Georgia, es un caso paradigmático. A finales del siglo XX, la ciudad era un hervidero de innovación tecnológica. Empresas como Scientific Atlanta, MSA y Internet Security Systems eran líderes globales en sectores tan prometedores como los módems, el software empresarial o la ciberseguridad. En teoría, Atlanta lo tenía todo para convertirse en el nuevo polo digital del sur de Estados Unidos.
Y sin embargo, no ocurrió.
MSA fue vendida por poco más de lo que facturaba en un año. Scientific Atlanta acabó absorbida por Cisco e Internet Security Systems fue comprada por IBM. Entre las startups que recibieron financiación de riesgo entre 1999 y 2007, un 40% abandonaron la ciudad antes de cumplir tres años desde su primera ronda.
Atlanta se convirtió en pista de despegue, no en destino final.
¿Dónde falló el modelo? Breznitz sugiere que el error no está en intentar innovar, sino en cómo se define la innovación.
La obsesión por las startups, los fondos de capital riesgo y los modelos de alto crecimiento ha colonizado el discurso del desarrollo económico. Pero pocas veces se analiza qué pasa después del despegue inicial. Las startups triunfan —o fracasan— rápido. Y en ese juego, los inversores exigen retornos acelerados. La lógica que los guía no es construir comunidad, ni crear empleos estables, ni redistribuir riqueza: es escalar, monetizar y salir.
Eso convierte a muchas regiones en meros viveros temporales: lugares donde se testean ideas, pero de los que pronto se extrae el talento, el capital y la propiedad intelectual. Un ciclo extractivo, disfrazado de revolución digital.
El caso de Atlanta no es único. Breznitz argumenta que este patrón se repite en decenas de ciudades que han comprado el relato de la Silicon Valley-manía sin tener ni la estructura institucional, ni la cultura empresarial, ni el poder de retención necesarios para sostener ese modelo.
Este modelo fallido descansa, según Breznitz, sobre tres mitos fundamentales:
1. Innovación = gadgets y startups: Esta visión reduccionista ignora la inmensa cantidad de progreso que proviene de mejoras incrementales. Desde ajustar un proceso de fabricación hasta rediseñar una cadena logística, la mayoría de las innovaciones no llevan hoodie ni salen en TechCrunch. Pero son esas las que, acumuladas, generan productividad, empleo y bienestar.
2. El capital riesgo como motor de crecimiento: El venture capital no está diseñado para el desarrollo regional. Está optimizado para multiplicar retornos de manera rápida. Empuja a las empresas hacia el hipercrecimiento o la venta rápida, prioriza la disrupción sobre la sostenibilidad, y rara vez se preocupa por si la riqueza generada permanece en la comunidad que la incubó.
3. Copiar Silicon Valley garantiza prosperidad: Nada más lejos. Silicon Valley no es solo un modelo económico: es una cultura, una red histórica de universidades, militares, emprendedores e inversores, y una anomalía geopolítica que no se replica con una campaña de marketing. Las regiones que intentan calcar el modelo suelen convertirse, en el mejor de los casos, en “feeder cities”: lugares que forman talento para luego exportarlo a las verdaderas mecas del capital tecnológico.
Pero, ¿qué queda después del hype?
Las consecuencias de esta estrategia son visibles: una economía dual en la que un pequeño grupo de insiders captura gran parte del valor, mientras la mayoría de los ciudadanos lidia con el aumento del coste de vida, el estancamiento salarial y la pérdida de arraigo. No es que no haya crecimiento. Es que el crecimiento no se distribuye, no se estabiliza, no se convierte en futuro compartido.
La promesa de la innovación se ha convertido, en muchos lugares, en un espejismo. Y el precio del desengaño lo pagan los barrios, los trabajadores, las pequeñas empresas locales.
Lo que propone Breznitz, por tanto, no es abandonar la innovación. Es liberarla de sus disfraces. Volver a conectarla con la realidad de cada comunidad. Y dejar de perseguir unicornios cuando lo que se necesita son motores diésel fiables y bien mantenidos.
Más allá del óxido: fabricar futuro desde las capacidades
Basta con recorrer el corazón industrial de Estados Unidos —lo que hoy llamamos el Rust Belt— para comprender que las ruinas también cuentan historias. Siluetas de fábricas vacías, esqueletos de acero oxidado, avenidas donde ya no retumba el turno de noche. Allí, donde antes se forjaban motores, trenes y sueños de clase media, hoy solo queda el eco de un pasado productivo que parecía eterno.
Pero ¿y si el declive de la industria manufacturera no fuera el epílogo de una era, sino la antesala de un nuevo modelo de innovación?
Durante gran parte del siglo XX, fabricar en América significaba una cosa: control total del proceso. Henry Ford lo entendió mejor que nadie. En su planta de River Rouge, en Michigan, el hierro entraba por un extremo en barcazas y los coches salían por el otro, listos para rodar. Era el paradigma de la integración vertical: eficiencia absoluta, todo bajo un mismo techo.
Sin embargo, esa rigidez fue su talón de Aquiles. Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón y otros países asiáticos comenzaron a competir con una nueva lógica: menos concentración, más flexibilidad. Las cadenas de suministro se globalizaron, y lo que antes era fortaleza se convirtió en lastre.
Los intentos de reconversión no tardaron en llegar. En los años 90, lugares como Sacramento o Colorado Springs atrajeron fábricas de Apple y otras empresas tecnológicas, con la esperanza de dar a luz a una manufactura “de alta gama”, más acorde con la era digital. Pero el espejismo duró poco. Apple acabó subcontratando su producción en Asia, y otras siguieron el mismo camino.
Cuando el presidente Obama le preguntó a Steve Jobs qué haría falta para devolver esos empleos a suelo estadounidense, la respuesta fue honesta y brutal: “Those jobs aren’t coming back.”
La narrativa dominante desde entonces ha sido binaria: o bien intentamos resucitar la vieja industria (con subsidios, nostalgia y acero patriótico), o bien apostamos todo a las startups y al venture capital. Como si no hubiera un espacio intermedio. Como si el futuro solo pudiera parecerse al pasado glorioso o a Silicon Valley.
Pero esta dicotomía, según Breznitz, es falsa. Y peligrosamente reduccionista.
La globalización no solo fragmentó la producción, también abrió una puerta a nuevos modelos de especialización. Ya no hace falta dominar toda la cadena de valor: basta con ser el mejor en una parte concreta del proceso. No se trata de competir por sectores, sino por capacidades.
¿Qué significa esto para las comunidades? Que en lugar de competir para atraer la siguiente fábrica de chips, pueden especializarse en tareas específicas del proceso productivo global: ensamblaje de precisión, pruebas de calidad, diseño de componentes, logística avanzada, mantenimiento predictivo.
Por ejemplo, una región con tradición metalúrgica puede convertirse en líder en recubrimientos industriales inteligentes. Un clúster agrícola puede evolucionar hacia la manufactura de sensores para riego inteligente. Una ciudad con universidades técnicas puede centrarse en la integración de software y hardware en robótica de automatización industrial.
No es un retorno al pasado. Tampoco una copia del modelo startup. Es una tercera vía: innovación pragmática, basada en la observación honesta de lo que una comunidad ya sabe hacer —y en cómo puede llevar eso al siguiente nivel.
Este enfoque es más humilde en forma, pero más ambicioso en fondo. No busca titulares, busca tejido productivo. No depende del próximo gran invento, sino de la mejora constante de capacidades. No requiere Silicon Valley, sino una mirada distinta al mapa de lo posible.
Y es que, el futuro de la humanidad ya no se fabrica entero en un solo lugar.
La nostalgia por la manufactura integrada tiene su épica. Pero en un mundo interconectado, donde cada iPhone es ensamblado en un país con componentes de otros diez, el poder ya no está en controlar todo el proceso, sino en dominar un eslabón crítico.
Lo que propone Breznitz es una revalorización estratégica de las capacidades locales. Un nuevo contrato entre regiones y su vocación industrial. Y una invitación a mirar los restos oxidados del pasado no como símbolo de derrota, sino como cimientos para un futuro menos espectacular, pero más sostenible.
Porque innovar, al final, no es repetir fórmulas ni perseguir modas. Es volver a preguntarse —con honestidad y con valentía—: ¿qué sabemos hacer mejor que nadie? ¿Y qué podríamos lograr si apostamos por eso, con inteligencia y con tiempo?
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Las cuatro estaciones de la innovación
Cuando pensamos en innovación, la imagen suele ser clara y bastante limitada: el CEO de una startup en bata blanca que acaba de descubrir la vacuna del siglo. Un fundador carismático presentando un gadget futurista. Un algoritmo que promete cambiarlo todo.
Pero según Dan Breznitz, esa imagen no es solo incompleta. Es engañosa.
La innovación no es un fogonazo creativo, sino un proceso continuo. Este concepto lo hemos repetido por activa y por pasiva en esta newsletter. Un viaje que, como las estaciones del año, tiene distintas fases. Ignorar cualquiera de ellas es como querer cosechar sin sembrar, o sembrar sin preparar la tierra.
Etapa 1: La chispa (novedad)
Es la fase más conocida y mediática. Espectacular, disruptiva, glamurosa. Es la biotech que busca curas imposibles, el emprendedor que sueña con coches voladores, o el último modelo de inteligencia artificial que compone sinfonías.
Aquí nacen las ideas nuevas, las patentes revolucionarias, los productos que no sabíamos que necesitábamos.
Pero es solo el comienzo.
Como ocurre con la pólvora, la chispa sola no basta: necesita dirección, contención, y alguien que sepa qué hacer con el fuego.
Etapa 2: Del sueño al objeto (diseño, prototipado e ingeniería)
Muchos inventos se quedan solo en un papel porque nadie supo convertirlos en productos reales. Aquí entra en juego la segunda etapa: transformar una idea prometedora en algo fabricable, reproducible, vendible.
No es trabajo menor. De hecho, la mayoría de los avances tangibles que usamos a diario pasaron por las manos invisibles de ingenieros de procesos, diseñadores industriales y desarrolladores de prototipos.
Piensa en el distrito del Alto Livenza, en Italia, donde se producen muebles de diseño con técnicas que combinan artesanía y automatización avanzada. O en Taiwán, donde pequeñas y medianas empresas convierten ideas extranjeras en productos físicos con una eficiencia que roza la perfección.
No inventan el concepto. Lo materializan. Y con ese acto, crean empleo, valor económico y especialización local.
Etapa 3: La mejora continua (innovación incremental)
Menos visible. Menos sexy. Pero absolutamente esencial.
Aquí no se trata de reinventar la rueda, sino de hacerla más ligera, más duradera, más barata. Es el terreno de la mejora constante: un nuevo material que reduce el peso sin comprometer resistencia, una línea de montaje que pasa de producir 100 a 102 unidades por hora.
Fue esta lógica la que permitió a Alemania liderar la ingeniería industrial del siglo XX, perfeccionando máquinas-herramienta y automóviles con una obsesión casi religiosa por el detalle. O la que convirtió a MediaTek, en Taiwán, en el habilitador silencioso de la democratización del smartphone, al diseñar chipsets modulares que cualquier empresa china podía incorporar en sus diseños.
Bajo esta lógica también ha florecido la ley de Moore, que durante décadas nos regaló más potencia de cálculo sin aumentar el precio.
La historia económica moderna no es, en su mayoría, una sucesión de revoluciones. Es una lenta acumulación de micro-mejoras que, como la erosión, transforman paisajes enteros sin necesidad de terremotos.
Etapa 4: La excelencia en la ejecución (producción y ensamblaje)
Es el terreno del cómo. De hacerlo bien, muchas veces, y cada vez mejor.
Aquí reinan empresas que logran fabricar millones de productos con una precisión milimétrica. Piensa en las gigantescas plantas del delta del río Perla, en China, donde los mismos trabajadores ensamblan móviles de marcas distintas con líneas de producción intercambiables. O en sistemas que permiten cambiar materiales o configuraciones sin detener la maquinaria.
Poca gente lo considera “innovación”. Pero lo es. Porque requiere rediseñar procesos, adaptar materiales, y mantener calidad y velocidad a gran escala.
Sin esta etapa, no hay innovación que llegue al mercado. No hay impacto. No hay empleo. Y sin embargo, sigue siendo la más subestimada.
¿Qué nos enseñan estas cuatro etapas?
Nos enseñan que innovar no es solo inventar. Es ejecutar, refinar, transformar.
También nos enseñan que una región no necesita dominar todo el ciclo para ser relevante. Puede especializarse en una de las etapas y convertirse en nodo indispensable de la cadena de valor global.
Ahí radica la verdadera oportunidad: en dejar de pensar en términos de sectores (automoción, farmacéutica, textil) y empezar a pensar en capacidades específicas.
¿Tu región tiene talento en logística? Hay oportunidades en la etapa 4.
¿Abundan los técnicos y diseñadores? Puedes convertirte en referente en la etapa 2.
¿Hay tradición en manufactura ligera? La etapa 3 está llena de posibilidades.
¿Hay universidades punteras en investigación? La etapa 1 puede ser tu punto de entrada.
Esta lógica exige cambiar el foco: de atraer empresas a cultivar personas con habilidades clave. Invertir en formación, en cultura productiva, en redes locales de colaboración.
Porque cuando se construye una base sólida de capacidades, los proyectos llegan. Y lo hacen para quedarse.
Apple intentó repatriar parte de su producción a EE. UU., eligiendo Austin, Texas. Pero no encontró suficiente personal con experiencia en algo tan aparentemente trivial como la ingeniería de moldes o el suministro de tornillos especializados. La infraestructura humana se había erosionado.
En cambio, Shenzhen brilla porque sabe ensamblar, iterar y fabricar rápido. Y Carolina del Norte no necesita inventar nuevos medicamentos para liderar la biotecnología: su ventaja está en saber cómo producirlos en ambientes estériles.
Dos regiones, dos historias. Un principio común: el poder de las capacidades bien cultivadas.
Food for thought
La gran lección que deja Innovation in Real Places es, en el fondo, una llamada a la sensatez. A mirar más allá de los focos, los titulares y los PowerPoints aspiracionales. Porque la verdadera innovación —la que sostiene empleos, mejora vidas y transforma territorios— no suele llevar nombre de unicornio, ni cotiza en bolsa, ni va vestida con sudadera de capucha.
Y aquí es donde conviene hacer una pausa y traer a escena un viejo conocido de la estadística: la campana de Gauss.
En cualquier fenómeno complejo —desde los resultados escolares hasta el rendimiento deportivo— la mayoría de los casos se agrupan en el centro: la media. A ambos lados, encontramos los extremos: los que lo hacen mucho peor… y el famoso 1% que lo hace excepcionalmente bien.
Silicon Valley pertenece a ese 1%. Es un outlier histórico, económico y cultural. Un fenómeno irrepetible, nacido de una mezcla inusual de inversión militar, universidades punteras, cultura de riesgo, migración selectiva y acumulación de capital. Es, en términos estadísticos, una anomalía.
El problema es que lo hemos convertido en modelo.
Queremos que todas las ciudades sean como San Francisco. Que todas las empresas sean como Apple. Que todos los jóvenes funden una startup. Que todos los sectores “disrumpan”.
Pero vivir mirando al 1% no es solo irreal. Es contraproducente.
El sesgo del escaparate
Lo que ocurre con Silicon Valley es similar a lo que pasa con las redes sociales: vemos el highlight reel, no el detrás de cámaras. Nos llegan los casos de éxito, los valuations estratosféricos, los exits millonarios. No vemos el cementerio de proyectos fallidos, ni la precariedad del programador medio, ni la gentrificación que expulsa a quienes no pertenecen al ecosistema tech.
Esa visión distorsionada genera aspiraciones fuera de contexto. Como si, por ver a Messi en la tele, un colegio decidiera que todos sus alumnos deben jugar como él… en lugar de desarrollar un equipo equilibrado que funcione.
Lo mismo pasa con la innovación: copiar al extremo no fortalece el sistema. Lo desestabiliza.
Innovar desde la media (y con orgullo)
El libro de Breznitz propone un enfoque radicalmente distinto: no todos deben ser Silicon Valley. De hecho, casi nadie debería intentarlo.
La mayoría de las comunidades, empresas y personas no necesitan estar en el 1% para aportar valor. Lo importante es identificar qué saben hacer mejor que la media y construir sobre eso. No para ser los más disruptivos, sino para ser los más consistentes. No para escalar sin control, sino para prosperar de forma sostenida.
Porque la verdadera innovación no está en lo que nadie ha hecho antes, sino en hacer mejor lo que todos ya hacen.
El otro 99% importa —y mucho
Si miramos el mundo desde Silicon Valley, todo parece un prototipo. Todo necesita ser reemplazado. Todo es beta.
Pero si lo miramos desde las comunidades que producen, ensamblan, mejoran, ajustan y sostienen… la innovación se ve distinta. Es más callada. Más localizada. Más resistente.
Y probablemente más necesaria.
La mayoría de las personas no trabaja en startups. La mayoría de las regiones no son hubs globales. La mayoría de las mejoras no son revolucionarias.
Y sin embargo, es esa mayoría la que mantiene en marcha la economía real.
No se trata de renunciar a la ambición. Se trata de redefinirla. No como copia de un modelo ajeno, sino como expresión coherente de nuestras propias capacidades.
Hay una frase que se repite mucho en estos tiempos: “el talento está en todas partes, pero las oportunidades no.”
Quizá ha llegado el momento de invertir esa lógica.
Dejar de buscar el talento que se adapte al molde de Silicon Valley.
Y empezar a crear oportunidades que encajen con el talento real, el de casa, el del otro 99%.
Porque al final, el futuro de la innovación no está en replicar al 1%.
Está en dejar de ignorar a la media.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
Gracias por acompañarme en un nuevo Diario de Innovación, ¡y te espero la semana que viene en otra edición de Innovation by Default 💡!