A veces, los grandes cambios de ciclo no son anunciados con trompetas ni aparecen en portadas de periódicos ni revistas especializadas. Se cocinan en silencio, en reuniones discretas, con decisiones que parecen menores en su momento y que, años después, redefinen industrias enteras. Este es el caso de Nvidia. O, mejor dicho, de Jensen Huang. Porque si algo nos deja claro The Thinking Machine, el último libro de Stephen Witt, es que la historia de la revolución actual en inteligencia artificial, computación en la nube y criptomonedas no puede entenderse sin la historia de un niño taiwanés que lavaba platos en un Denny’s.
Hoy, Nvidia es una de las tres empresas más valiosas del planeta, junto a Microsoft y Apple. Pero en 1993, era apenas era una “especie de experimento” sin nombre claro, una conversación a media voz entre tres ingenieros que creían que los videojuegos serían el próximo gran laboratorio de innovación. Ninguno de ellos sospechaba que estaban sembrando la base de una transformación que afectaría a gobiernos, universidades, mercados financieros y futuros que aún no entendemos del todo.
Pero para entender el presente, hay que remontarse al principio. No al principio de la empresa. Al de la persona.
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Jensen Huang tenía diez años cuando sus padres lo enviaron desde Tailandia a un internado en Kentucky. Lo hicieron para alejarlo de la inestabilidad política del sudeste asiático, buscando un futuro mejor. Pero cometieron un error de cálculo: creyeron que el Oneida Baptist Institute era una escuela de élite, cuando en realidad era poco más que un reformatorio rural. Aislado, extranjero, y con un inglés limitado, Jensen aprendió pronto a hacerse respetar. No era el más fuerte, pero sí el más tenaz. Fingió ser experto en artes marciales, aguantó el acoso escolar, y cultivó un rasgo que lo acompañaría toda la vida: una fe inquebrantable en sí mismo.
Cuando su familia por fin se reunió en Oregón, Huang encontró su sitio. Se integró en un club de informática local, se enamoró del Apple II, y descubrió una segunda pasión inesperada: el ping-pong. En menos de un año, era uno de los jugadores juveniles mejor clasificados del país. Por las mañanas estudiaba, por las tardes trabajaba como camarero, y por las noches programaba. Todo con la misma intensidad. Esta forma de vivir —entregarlo todo, sin medida— sería una constante en su carrera.
En Oregon State University conoció a Lori Mills, su futura esposa y compañera de laboratorio. Ella quedó impresionada por su capacidad para hacer deberes. Él, por fin, encontró una comunidad de cerebritos con la que podía ser él mismo. Cuando se graduó con honores, los microchips estaban empezando a cambiar el mundo. Era 1984. Silicon Valley se preparaba para convertirse en leyenda.
Seguramente toda esta historia no sería realidad si no llegara a ser por lo que podríamos denominar como el trío improbable.
Su primer empleo fue en AMD. Ganaba 28.700 dólares al año, cifra que jamás olvidaría. No por el monto, sino porque representaba la distancia entre aquel internado de Kentucky y el epicentro de la revolución tecnológica. Poco después, pasó a LSI Logic, donde coincidió con dos ingenieros brillantes: Curtis Priem y Chris Malachowsky. Uno era un genio de los circuitos, el otro, un ejecutor meticuloso. Huang era el puente entre ambos: ambicioso, organizado y ferozmente determinado.
En 1989, juntos diseñaron el Sun GX, un chip gráfico que convertía líneas en figuras tridimensionales. El proyecto tuvo éxito, pero los tres creían que había una oportunidad aún mayor: crear una versión más barata para gamers. Cuando Sun Microsystems rechazó la idea, decidieron dar el salto. El primer borrador del plan de negocio se escribió en un Denny’s. Así nació Nvidia. Nombre provisional: NV. Significado: “new venture”.
Su primer chip fue el NV1. Revolucionario sobre el papel: introducía un tipo de mapeado de texturas cuadráticas. Pero la industria estaba apostando por otro estándar, los triángulos, y cuando Microsoft lanzó DirectX, la incompatibilidad selló su destino. Nvidia vendió cien mil unidades, pero pronto se vio relegada a la irrelevancia. La situación era crítica. Huang despidió al 80% del equipo. Solo quedaron 35 ingenieros. No tenían dinero para prototipos. Decidieron arriesgarlo todo con un emulador: programarían el chip entero como si ya existiera, y lo enviarían a fabricación sin pruebas físicas previas.
Era todo o nada.
Funcionó.
El chip Riva 128 salió al mercado en 1997. Fue un éxito rotundo. Poco después, John Carmack —el cerebro detrás de Quake— eligió Nvidia para su siguiente proyecto. De esa colaboración nació el Riva TNT, el primer chip gráfico con procesamiento paralelo real. Nvidia ya no era una startup temeraria. Era una fuerza ascendente.
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Lo que nadie fue capaz de anticipar fue que, al resolver el reto del paralelismo gráfico, Nvidia había creado una arquitectura perfecta para otro tipo de tareas: las redes neuronales y la realización de cálculos matemáticos de forma masiva o HPC (High Performance Computing). En 1986, un trío de investigadores había inventado el algoritmo de retropropagación, que permitía a las redes “aprender” de sus errores. Pero para que funcionara de verdad, hacía falta poder procesar cantidades gigantescas de datos.
Ahí entraban en juego las GPU de Nvidia.
En los años 2000, un estudiante de Stanford, Ian Buck, desarrolló un lenguaje de programación llamado Brook, que permitía usar las tarjetas gráficas como supercomputadoras. Huang lo contrató. Junto con John Nickolls, lanzaron CUDA, una arquitectura que abría las puertas de las GPU al mundo académico. Era 2006. El proyecto fue un pozo sin fondo de inversión durante años. Pero Huang nunca dudó.
La apuesta era clara: el futuro no estaba en los videojuegos, sino en la inteligencia artificial.
Para ello, algo accesorio, se convirtió en el laboratorio paralelo de ideas que cambió para siempre el curso de la compañía.
CUDA permitía convertir un chip para videojuegos en un centro de cálculo científico. Poco a poco, hospitales, universidades y centros de investigación comenzaron a comprar tarjetas GeForce no para jugar, sino para simular galaxias, estudiar proteínas o entrenar algoritmos. Nvidia era, sin saberlo, el motor silencioso de la revolución digital.
El punto de inflexión llegó con AlexNet. En 2012, el equipo de Geoffrey Hinton en Toronto usó CUDA y GPUs de Nvidia para crear una red neuronal capaz de reconocer imágenes con una precisión sin precedentes. El proyecto fue tan exitoso que Google, Facebook y otras grandes tecnológicas comenzaron a comprar GPUs por palés.
Ese mismo año, Bryan Catanzaro presentó cuDNN, una biblioteca que aceleraba aún más el entrenamiento de redes neuronales. Huang escribió en su pizarra: “O.I.A.L.O.” —Once in a Lifetime Opportunity.
Ya no había marcha atrás.
Y es que las GPUs se han convertido en los picos y las palas de la fiebre del oro en el que se ha convertido el hype de la IA Generativa. Esta nueva modalidad de chip se ha convertido en la piedra angular de la nueva era de la computación del siglo XXI. Gracias a ellas, los laboratorios podían acelerar su trabajo, las startups podían entrenar modelos, y los gigantes tecnológicos podían desplegar infraestructuras masivas de computación. Google construyó “Project Mack Truck”, una supercomputadora con miles de GPUs para entrenar modelos de lenguaje. Facebook y Netflix se sumaron a la carrera.
El impacto fue tan grande que en 2016 Nvidia multiplicó por más de dos su valor bursátil. Sus chips empezaron a usarse para todo: inteligencia artificial, minería de criptomonedas, simulaciones médicas, coches autónomos. En paralelo, su arquitectura CUDA se convirtió en estándar educativo. Cientos de miles de estudiantes usaban sus tarjetas para experimentar, crear y aprender.
La ironía de todo esto es que empezó nunca mejor dicho como un simple juego de niños, o mejor dicho un videojuego para niños.
En 2024, Nvidia dio la campanada: ingresos récord de 60.000 millones de dólares, márgenes brutos del 70%, y beneficios superiores a los acumulados por la empresa en sus tres décadas anteriores. Cada empleado generaba un millón de dólares de beneficio. La capitalización bursátil subió en un solo día en 277.000 millones, más que todo el valor de Coca-Cola.
Pero no todo era brillante.
Nvidia dependía críticamente de TSMC, la fundición taiwanesa que fabrica sus chips. Cualquier tensión geopolítica entre China y Taiwán podría detonar una crisis mundial. Además, la empresa tenía una estructura de liderazgo ultraconcentrada. Jensen Huang no tenía sucesor claro. Era fundador, CEO, estratega, portavoz y símbolo.
¿Qué pasará si deja de estar al frente?
Aunque hoy hay otra pregunta que planea sobre todo este hype de la IA, y es una que cuestiona el modelo de negocio de esta nueva tecnología. ¿Cuánto cuesta energéticamente alimentar la era de la IA? Los chips de Nvidia, especialmente sus modelos de alto rendimiento, consumen tanta electricidad como un hogar medio. A medida que se despliegan en miles de centros de datos en todo el mundo, el impacto ambiental se dispara. Emisiones, demanda de energía, residuos electrónicos.
Y luego está el debate filosófico: ¿qué pasa si perdemos el control?
Stephen Witt entrevistó a Huang directamente. Le preguntó por los riesgos de una IA descontrolada. Huang se rio. Lo llamó “basura de ciencia ficción”. Gritó. No veía el sentido en preocuparse por escenarios distópicos. Para él, la única amenaza era no avanzar lo suficiente.
El autor salió de la entrevista con una sensación incómoda: la visión de Huang no contemplaba la extinción humana como una variable relevante. Y nadie en la empresa parecía dispuesto a contradecirlo.
Food for thought
Y es que como has podido comprobar, Jensen Huang no solo es un CEO brillante. Es un símbolo. Muchos podría pensar que podría ser el sucesor de Steve Jobs, como guía y visionario, garante de la evolución de las grandes tecnológicas en las próximas décadas, ¿será el nuevo Steve Jobs de la era de los datos?
Representa la figura del líder total: visionario, exigente, obsesivo. Su estilo puede ser abrasivo, pero ha construido una de las organizaciones más influyentes del mundo moderno. Nvidia ya no es solo una empresa de chips. Es la infraestructura invisible sobre la que se está construyendo el futuro.
Sin embargo, ese mismo nivel de concentración plantea una inquietud profunda: ¿puede una sola persona sostener el peso de una industria entera?
La historia aún está escribiéndose. Pero hay algo que no cambia: como en sus años de ping-pong, Huang sigue jugando a todo o nada. Cada chip, cada apuesta, cada inversión, responde a una lógica que no busca consensos ni garantías, sino impacto. El de redefinir lo posible.
Y tal vez, en el fondo, eso sea la innovación en estado puro.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD: Si quieres correr los últimos modelos de IA Generativa en local, aquí te dejo un par de recomendaciones para supervitaminar tu ordenador o una alternativa de las más potentes y novedosas de los últimos tiempos.
Y hablando de podcast, no pensarías que iba a dejar la oportunidad de recomendarte un nuevo episodio de Código Abierto, el podcast donde charlamos de tecnología cada semana (Mónica, Carlos, Diego, Ignacio y un servidor).
Gracias por acompañarme una semana más, ¡y te espero en la próxima edición Innovation by Default 💡!