—“El plato costó el equivalente a veinte hamburguesas. Veinte. Y sin embargo, salí del restaurante con hambre. No solo de comida… sino de sentido común.”
Aquel día entendí algo que cambiaría mi forma de ver el mundo. Y todo comenzó con una cena con un amigo rico.
Ese amigo, que tenía suficiente dinero para comprar el restaurante entero si quería, me llevó a un sitio exclusivo, de esos que aparecen en revistas de lifestyle.
Y mientras el chef decoraba el plato con pinzas quirúrgicas, yo me preguntaba:
¿Por qué alguien tan inteligente pagaría tanto por algo tan poco satisfactorio?
La respuesta está en un principio tan poderoso como invisible:
No tenía skin in the game. No tenía nada que perder.
Entre plato y plato me vino a la cabeza una de esas fábulas que parecen hechas para explicar el mundo en una sola escena.
Una gallina y un cerdo caminaban por la carretera cuando la gallina sugiere abrir un restaurante juntos. El cerdo se entusiasma con la idea… hasta que la gallina propone llamarlo “Huevos con jamón”.
Así que el cerdo se quedó parado, pensando, y arrancó a hablar. Le explicó a la gallina que no era un trato justo, mientras él estaría comprometido con el negocio, porque daría su vida, la gallina solo estaría involucrada porque aportaría huevos, algo que puede hacer sin sacrificar su vida.
Esa pequeña historia revela una gran verdad. Manifiesta muy bien, ese: skin in the game. Del que hablaremos hoy.
Estar involucrado significa participar, contribuir, pero sin arriesgar demasiado.
Estar comprometido implica estar dispuesto a sacrificar, a exponerse, a asumir consecuencias.
Y esa es la diferencia fundamental que explicaremos hoy: Lo que diferencia a quién se juega algo… y quién solo opina desde la tribuna.
Hoy vamos a hablar de uno de esos libros que no se leen, se digieren. Un libro que tiene más filo que muchas de esas ideas grandilocuentes que circulan por las redes sociales como verdades incuestionables.
Hoy hablaremos de Skin in the Game (traducido como Jugarse la Piel), de Nassim Nicholas Taleb.
Taleb es uno de esos pensadores que incomodan. Matemático, inversor, filósofo callejero. El tipo de persona que dice cosas que te obligan a dejar de leer, parar por un momento… y pensar.
Ya hablamos de él en esta newsletter en el episodio titulado, Las vacas moradas, sí existen. Donde profundizamos en su primera gran obra de éxito, El Cisne Negro, donde nos mostró cómo los eventos más improbables —y más impactantes— son imposibles de predecir, pero inevitables.
En Skin in the Game, Taleb nos habla de algo más personal, más humano, más cotidiano.
Nos hace una pregunta brutalmente simple: ¿Quién tiene algo que perder si se equivoca?
Y lo que descubrimos cuando empezamos a responder esa pregunta… es que muchas de las reglas del juego están diseñadas para que los que deciden nunca paguen el precio de sus decisiones.
Así que si alguna vez te preguntaste por qué algunos se hunden junto a sus errores y otros flotan (cual, 💩) sin consecuencias…
Este episodio es para ti.
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¿Has oído hablar del mito romano de los pescadores y Mercurio?
Unos hombres cocinan unas tortugas que resultan ser incomibles. Cuando aparece el dios Mercurio, intentan vendérselas disfrazándolas de manjar. Pero Mercurio, que no es ningún ingenuo, les obliga a comérselas ellos mismos.
Y ahí está la lección: si tú no vas a comer lo que sirves, no deberías servirlo.
En el mundo real, esta historia se repite constantemente. Un asesor financiero te recomienda una inversión con entusiasmo… pero lo que no te cuenta es que está intentando deshacerse de activos tóxicos. Él gana, tú asumes el riesgo. Él no tiene skin in the game.
En algunos países, esto es legal. Pero bajo sistemas como la sharia, sería directamente ilegal. Porque cuando hay una asimetría de información, hay una trampa escondida. Y cuando solo uno de los dos tiene algo que perder, la relación se desequilibra. Ya no es un intercambio justo: es una transacción disfrazada de consejo.
Y esa misma lógica de desequilibrio, de ventajas ocultas, se repite en otro fenómeno fascinante: el poder silencioso de las minorías inflexibles.
Aunque suene exagerado, basta con que el 3% de una población sea firme, intransigente, para que el resto termine adaptándose. No por imposición, sino por simple lógica práctica.
Un ejemplo claro ocurre en el Reino Unido. Allí, los musulmanes representan solo un 4% de la población. Sin embargo, más del 70% de la carne importada de Nueva Zelanda es halal. ¿Por qué? Porque los no musulmanes pueden comer carne halal sin problema, pero los musulmanes no pueden consumir carne que no lo sea. La minoría gana porque tiene más que perder.
Esta dinámica no solo ocurre con la alimentación. Se filtra en lo que compramos, en lo que las empresas ofrecen, en cómo se adaptan las normas, incluso en lo que consideramos “normal”. Y lo más curioso es que casi nunca lo notamos. Las minorías rígidas no gritan, solo resisten. Y con eso, transforman al grupo entero.
Pero hay un terreno donde este desequilibrio se vuelve todavía más personal: el trabajo.
Hubo un tiempo en que los monjes eran libres. Eran los giróvagos, nómadas espirituales sin pertenencias ni jerarquías. Viajaban, pedían comida, vivían con poco. Y eso los hacía imposibles de controlar.
A la Iglesia eso no le gustaba. Así que los reguló.
Y lo mismo han hecho las empresas modernas. No nos lo dicen así, claro. Nos ofrecen estabilidad, contrato, beneficios. Pero lo que nos están comprando, en realidad, es nuestra libertad.
Nos enseñan a hablar su idioma, a vestir como esperan, a pensar con sus categorías. ¿Quién eres tú fuera de tu empresa? ¿Cuánto de tu identidad depende del logo que llevas bordado en la camisa?
Y lo más duro: cuando tu identidad se funde con tu trabajo, ya no solo temes perder el sueldo. Temes perder una parte de ti.
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¿Por qué celebramos a Elon Musk, pero despreciamos a un alto ejecutivo bancario con el mismo patrimonio?
La diferencia no es el dinero. Es el riesgo.
A Musk lo asociamos con apuestas personales: invirtió su fortuna, puso en juego su reputación, y no pocas veces estuvo al borde de la quiebra. Al ejecutivo bancario, en cambio, lo vemos como alguien que juega seguro. Que cobra bonus aunque su empresa fracase, que se protege tras contratos blindados, y que si todo sale mal… siempre tiene un paracaídas.
Sin riesgo, no hay respeto.
Así funciona nuestra intuición social. Aceptamos la desigualdad cuando vemos esfuerzo, cuando sentimos que alguien ha sangrado por llegar hasta ahí. Pero la rechazamos cuando parece que alguien simplemente flotó hasta la cima sin ensuciarse las manos.
Y este patrón se repite también cuando hablamos de competencia y apariencia.
Imagina que tienes que elegir entre dos cirujanos. Uno de ellos es impecable: elegante, articulado, carismático. El otro… bueno, es desaliñado, algo torpe al hablar, y con unas manos que parecen más de carnicero que de médico.
¿A cuál eliges?
Taleb lo tiene claro: al segundo.
Porque si alguien con esa pinta ha llegado lejos en una profesión donde los errores se pagan caro, es muy probable que sea excelente en lo que hace. Ha tenido que saltar más obstáculos, luchar contra prejuicios, y aún así ganarse la confianza de los pacientes.
En campos donde hay consecuencias reales —como la medicina— la competencia suele imponerse a la imagen. Porque ahí, tanto el profesional como quien lo contrata, tienen skin in the game. Si algo sale mal, ambos pierden.
Pero en profesiones donde el riesgo está diluido, como los CEOs o los políticos, lo que importa es otra cosa: cómo luces, cómo hablas, cómo vendes. La apariencia eclipsa a la sustancia. Y eso explica cómo, por ejemplo, un actor de Hollywood puede convertirse en presidente. O cómo alguien con una imagen cuidada puede liderar una empresa, sin que nadie se detenga a comprobar si realmente sabe lo que hace.
Y volvemos al restaurante.
¿Por qué mi amigo rico —ese mismo que pagó veinte veces más por una cena mediocre— no cuestionó lo que estaba comprando?
Porque el riesgo de perder dinero no lo mueve. Tiene tanto, que gastar más o menos no cambia su realidad. Y eso lo hace vulnerable. El vendedor tiene mucho que ganar con esa venta; el comprador, muy poco que perder. Y cuando el equilibrio del riesgo se rompe, el que no siente el riesgo se convierte en presa fácil.
Por eso muchos ricos terminan viviendo en mansiones vacías, alejados del bullicio, rodeados de lujo, pero sin calor humano. Convencidos de que eso es “vivir bien”, cuando en realidad han sido empujados ahí por un sistema que sabe cómo seducirlos… porque ellos han dejado de preguntarse qué quieren en realidad.
Sin riesgo, no hay juicio.
Sin consecuencias, no hay brújula.
Y en un mundo donde todo parece negociable, tal vez la única ética que importa… es esa: la de tener algo que perder.
¿Y tú, cuánto estás arriesgando?
El verdadero motor de la justicia no está en las leyes.
Ni en las buenas intenciones.
Está en el riesgo compartido.
Cuando todos tienen algo que perder, todos actúan con más cuidado, más ética y más humanidad.
La próxima vez que tomes una decisión importante —un médico, un mentor, una inversión—, hazte esta pregunta:
¿Tiene esta persona algo que perder si yo pierdo?
Porque si no lo tiene, quizás tú seas el único que tiene skin in the game.
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Gracias por acompañarme una semana más, ¡y te espero en la próxima edición Innovation by Default 💡!