Seguramente a tí también te haya pasado, hubo un momento en tu infancia en el que viviste algo que no entiendas… y te pareció magia.
Un mando a distancia encendiendo la tele con solo pulsar un botón.
Una voz saliendo del walkie-talkie, como si el aire llevara mensajes invisibles.
Un láser rojo leyendo los surcos de un CD y transformándolo en música.
O un par de recipientes de yogur unidos por un hilo, capaz de transmitir la voz de una habitación a otra.
Era magia. Porque no sabíamos explicarlo.
Y entonces, un día, aprendimos que no era magia, sino tecnología.
Pero lo que nunca nos dijeron es que, en el fondo, quizás da igual.
Las leyes de Clarke (o por qué no todo futuro suena a ciencia ficción)
Arthur C. Clarke, escritor, divulgador y uno de los visionarios más influyentes del siglo XX, formuló en 1962 lo que luego se conocería como las Tres Leyes de Clarke. Tres aforismos sobre la relación entre conocimiento, percepción y tecnología.
Tres frases que resumen, quizá mejor que cualquier ensayo, lo desconcertante que puede ser el avance científico cuando aún no estamos preparados para entenderlo:
Primera: Cuando un anciano distinguido y experto afirma que algo es posible, casi con certeza tiene razón. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente esté equivocado.
Segunda: La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
Tercera: Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
Esta última ley es la más conocida y la que sirve como brújula para este episodio.
Porque si Clarke tenía razón (y vaya si la tenía), entonces estamos rodeados de magia.
El mañana que nunca llegó (y el que sí)
Clarke fue un optimista tecnológico.
En su ensayo Profiles of the Future trató de sistematizar cómo pensamos el futuro. Qué cosas podemos anticipar. Cuáles escapan a nuestra imaginación. Y por qué casi siempre nos equivocamos al predecir el mañana.
Algunas de sus predicciones fueron asombrosamente precisas:
En 1945 imaginó el concepto de satélites geoestacionarios, décadas antes de que se lanzaran.
Predijo el auge de la telemedicina, los comunicadores personales, y algo muy parecido a la World Wide Web.
Imaginó una “biblioteca mundial” conectada por señales de radio, que no está tan lejos de lo que hoy hacemos con Google o la Wikipedia.
Pero también hubo predicciones que no se cumplieron:
El uso rutinario de naves espaciales para viajar a la Luna o Marte, como si fueran vuelos transatlánticos. Quizá sea solo cuestión de tiempo. Quién sabe: quizá Elon Musk fuera un lector empedernido de Sir Arthur C. Clarke.
Una civilización post-escasez gracias a la energía ilimitada de la fusión nuclear. Aquí también parece que hay un foco planetario en hacer posible esta predicción.
La colonización del fondo marino como nuevo hábitat humano. Aquí nos queda todavía margen de mejora para hacerla realidad. Y no veo grandes iniciativas trabajando entorno a este concepto.
Y no pasa nada. Al igual que con las predicciones de Nostradamus, casi lo más importante es el debate que la precisión.
Porque más allá de acertar o fallar, lo importante es atreverse a imaginar esos futuros improbables.
Los futuros posibles, los imposibles y los que se hacen clásicos
Si hay algo más difícil que predecir el futuro, es saber qué partes del presente sobrevivirán al paso del tiempo. Si no que se lo digan a las hombreras o a la laca. Elementos icónicos de la cultura pop de los años ochenta.
Clarke reflexionaba sobre esto en sus textos: cómo ciertas tecnologías parecen condenadas al olvido y, sin embargo, se resisten a desaparecer.
El vinilo. La bicicleta. El libro impreso.
¿Son tecnologías obsoletas? ¿O son clásicos?
Un clásico no es lo que nunca falla, sino lo que siempre se reinventa.
Las variantes del vinilo, de la bicicleta o del libro no dejan de aparecer; y creo que seguirán haciéndolo durante muchos años.
Y eso vale tanto para el arte como para la tecnología. Como el teclado QWERTY, el cine en blanco y negro o los juegos de mesa: objetos que fueron novedad, luego pasaron de moda… y finalmente se hicieron parte de nuestra cultura.
Clarke creía que la tecnología que perdura es la que consigue desaparecer de nuestra conciencia cotidiana. La electricidad. El agua corriente. El GPS. Dejan de parecernos milagros… porque funcionan.
Y cuando algo funciona tan bien que olvidamos que existe, esa es la magia más poderosa.
Los niños ya no ven la tele (pero si YouTube)
De pequeños, la tele era un altar; el salón, un templo; y el mando a distancia, un cetro. ¡No habré discutido yo con mi hermano por controlar ese tesoro!
Hoy, para un niño de cinco años, YouTube es más natural que Antena 3. TikTok se entiende mejor que los dibujos de la tarde. ¿Series? Cuando y donde quieran. ¿Publicidad? Se salta con un botón.
No es solo un cambio de formato. Es un cambio de arquitectura mental.
Estudios recientes sugieren una plasticidad cerebral distinta: la exposición continuada a formatos interactivos y personalizados modifica los circuitos de atención, refuerza la gratificación instantánea y puede alterar el desarrollo de habilidades ejecutivas y sociales.
Antes, la televisión lineal imponía rutinas, espera y consumo secuencial. Ahora, el entorno digital premia inmediatez, multitarea y personalización como norma.
Dicho de otro modo: no solo cambia la tecnología; cambia cómo crecemos con ella. Y cuando eso ocurre, no solo cambia lo que imaginamos, sino cómo lo imaginamos.
Un ejemplo rápido: Quien creció con papel y boli imaginaba robots de metal.
Quien crece con un smartphone imagina robots sin forma: asistentes de voz, algoritmos, interfaces.
Esa diferencia es clave. Porque el futuro ya no se levanta con cables y engranajes, sino con datos, pantallas y tiempo de atención.
Todo apunta a que no estamos ante un simple “formato nuevo”, sino ante una transformación estructural del entorno cognitivo en la infancia, que reconfigura la adquisición de conocimiento, la capacidad de atención y la socialización.
Magia al revés: cuando lo que era ciencia parece fantasía
Las leyes de Clarke tienen sus propias parodias, como:
“Cualquier magia suficientemente arcana es indistinguible de la tecnología.”
Y aunque suene a chiste, esta inversión encierra una verdad profunda: cuanto más perdemos el hilo del funcionamiento de las cosas, más se parecen a hechizos.
Haz la prueba. Pregunta a alguien cómo funciona realmente un smartphone. O el WiFi. O un LLM como ChatGPT.
No lo sabemos.
Y eso no es malo, pero sí es peligroso si perdemos la relación crítica con nuestras herramientas.
Cuando dependes de algo que no entiendes, hay dos caminos: la fe o el control. Y la fe no siempre es buena consejera.
Las otras leyes del futuro (y del caos)
Además de las Leyes de Clarke, existen otras máximas que han guiado la imaginación tecnológica:
Las Tres Leyes de la Robótica de Isaac Asimov, que colocan la ética en el corazón de la inteligencia artificial. Aparecen por primera vez en su relato “El círculo vicioso”, publicado en la colección de relatos “Yo, Robot”.
La Ley Cero, que añade una dimensión colectiva, es una ampliación de las Tres Leyes de la Robótica que aparece en su obra “Robots e Imperio” (1985). Esta ley plantea la idea de que proteger a la humanidad en su conjunto debe prevalecer incluso sobre la protección individual.
Las Leyes de Murphy, que nos recuerdan (con humor) que todo lo que pueda salir mal… probablemente saldrá mal.
Vernor Vinge y la “singularidad tecnológica”: Vinge popularizó el término (1983) y advirtió que, cuando la IA supere a la humana, desencadenará una “explosión de inteligencia” que volverá el futuro impredecible. Heinlein no formuló principios sobre la singularidad; su aportación fue más en un plan narrativo, anticipando máquinas autónomas y los dilemas éticos que acarrearía su llegada (The Moon is a Harsh Mistress).
Todas estas leyes, principios o visiones tienen algo en común: intentan domesticar lo desconocido. La incertidumbre es algo con lo que los seres humanos nos encontramos incómodos. Por lo que hemos buscado a lo largo de los años los resortes, atajos o modelos mentales que nos ayuden a gobernar ese caos.
Porque imaginar el futuro no es un ejercicio de precisión, sino de sensibilidad. Y toda ley, toda predicción, es una forma de intentar expandir los bordes del mapa… incluso cuando el territorio aún no existe.
¿Qué pasa cuando todo parece posible?
Vivimos en una época en la que la tecnología avanza más rápido que nuestra capacidad para entender sus consecuencias. Hablamos ya sin tapujos de la inmortalidad y inclusive, muchos han matado ya a los dioses que nos trajeron esperanza y paz mental, como describe Harari en su superventas, Homo Deus.
Hemos entrado ya en ese mundo imaginado hace siglos, donde los coches que se conducen solos. Herramientas escriben por nosotros. Máquinas que pintan, componen, conversan y empiezan a pensar por nosotros.
El resultado es desconcertante: cuanto más poderosas son nuestras herramientas, más frágil se vuelve nuestra comprensión del mundo.
Por eso Clarke insistía en la importancia de mantener la imaginación viva.
Porque el mayor peligro de la tecnología no es que falle. Es que funcione tan bien que dejemos de preguntarnos cómo lo hace.
Una nostalgia del futuro
Hay una idea preciosa de Clarke que aparece en varias de sus novelas: la nostalgia del futuro.
Algo contrario a lo que sería la anemoia: ese neologismo que describe la nostalgia por una época que nunca viviste: ese anhelo por “haber estado allí” cuando miras fotos antiguas, ves cine clásico o te obsesionas con los 60/70 sin haberlos vivido. El término lo popularizó John Koenig en The Dictionary of Obscure Sorrows.
La sensación de la que habla Clark es totalmente la opuesta, esa sensación de echar de menos un mundo que aún no existe.
Quizá por eso seguimos leyendo ciencia ficción. No para escapar del presente, sino para entrenar la mirada. Para imaginar lo que aún no tiene forma. Para anticipar los dilemas antes de que lleguen.
Y también para reconciliarnos con el hecho de que no todo se puede predecir.
Como decía otro clásico, William Gibson: “El futuro ya está aquí —solo que no está distribuido de manera uniforme.”
También lo podemos ver como lo hacen los visionarios, como Altman o Musk, ya lo decía en 1963 Dennis Gabor quien escribió: “The future cannot be predicted, but futures can be invented.”
Epílogo: cómo hacer magia sin varita
Hoy, cuando encendemos una IA y le pedimos que escriba, dibuje, codifique o traduzca, estamos ejecutando un acto de magia.
Pero no basta con saber que algo funciona. Necesitamos comprender su lógica, sus sesgos, sus límites.
Volver a Clarke, a Asimov, a los visionarios que imaginaron futuros imposibles, no es un ejercicio de nostalgia. Es un recordatorio de lo importante que es pensar en el impacto humano de la tecnología antes de que se vuelva invisible.
Y si alguna vez dudas de si lo que estás viendo es magia o ciencia…
Recuerda: quizá no haya tanta diferencia.