Si fuera por mí, podría llenar todo mi día solo con mis aficiones.
Desde pequeño he tenido demasiadas. Y lo digo sin exagerar.
Siempre he sentido curiosidad por todo: aprender, probar, construir cosas nuevas.
Pero también sé que, con el paso de los años, muchas de esas aficiones se fueron quedando atrás.
Una de esas aficiones que dejé aparcadas —mi subconsciente cree que hasta la jubilación— es tocar y componer música.
Durante mucho tiempo fue una de mis grandes pasiones. Podía pasar horas perdido entre acordes, grabando ideas o simplemente improvisando. Pero poco a poco, esa costumbre fue desapareciendo.
La excusa siempre es la misma: no tengo tiempo.
Y claro, el trabajo tiene esa habilidad: ocupar todo el espacio disponible. Ya sabes, la famosa Ley de Parkinson.
A lo que no le das un lugar en la agenda, desaparece.
Sin embargo, algunas aficiones han resistido al paso del tiempo.
Sigo leyendo, escribiendo y entrenando.
Y cada una, a su manera, me recuerda por qué no deberíamos sentir culpa al dedicar tiempo a aquello que no “produce” nada.
Vivimos en una época donde todo se mide.
Pasos, correos, reuniones, resultados.
Nos hemos vuelto adictos a la productividad, a la eficiencia, a la sensación de estar aprovechando el tiempo.
Pero a veces la innovación no llega cuando estás más concentrado, sino cuando te desconectas.
Las ideas verdaderamente buenas no surgen en medio de una reunión ni frente al Excel: llegan en la ducha, corriendo, tocando la guitarra o mirando al techo.
Porque el cerebro necesita espacio para conectar lo que ya sabe con lo que aún no imagina.
Un artículo de HBR que leí esta semana lo decía bien claro: los hobbies no son un lujo, son una fuente de creatividad, confianza y perspectiva.
Y en mi experiencia, eso es completamente cierto.
Cuando tocaba la guitarra, me pasaba algo curioso.
Después de una hora componiendo, volvía al trabajo (por aquella época estudiaba) con la cabeza más clara, más valiente, más abierta a ideas nuevas.
Y cuando escribo —sin un objetivo concreto, solo por el placer de hacerlo— me doy cuenta de que muchas de las mejores ideas profesionales nacen de ahí, de esos momentos aparentemente inútiles.
Quizá deberíamos dejar de ver el tiempo libre como una pausa del trabajo…
y empezar a verlo como lo que realmente es: la fuente que lo alimenta.
Porque al final, lo que te hace mejor profesional no siempre está en el calendario.
A veces está en una canción que nunca terminaste, en un libro a medio leer o en la rutina que sigues cada mañana sin que nadie te lo pida.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD1: Si llevas tiempo sin dedicarle un rato a esa afición que te hace feliz, hazlo esta semana. Aunque sean 20 minutos. Es el mejor retorno sobre inversión que puedes tener.
PD2: Si te interesa profundizar en esta idea, te recomiendo La utilidad de lo inútil de Nuccio Ordine —un pequeño manifiesto sobre el valor de todo aquello que no sirve para “producir” pero sí para vivir mejor. Y también Clásicos para la vida del mismo autor, que amplía el mensaje: la cultura y la curiosidad son fines en sí mismos, no medios para escalar una carrera.
PD3: Porque, en el fondo, las cosas más útiles que he aprendido nunca nacieron del trabajo… sino del juego.