Hace unos días, un artículo cayó en mis manos por casualidad.
Bueno no tan por casualidad, estaba sentado después de comer en la playa y abrí uno de los tantos links que guardo para leer más tarde, ahí estaba esperándome.
The Technopolar Paradox, lo llaman. Lo publicó Foreign Affairs, y aunque tiene más de un año, es de esos textos que ganan urgencia con el tiempo.
Cuenta una historia que ya estamos viviendo… pero que aún no hemos terminado de aceptar.
Todo empieza con una escena de película:
Febrero de 2022. Rusia invade Ucrania. El país está a punto de quedarse sin comunicaciones. Y no es la OTAN ni la ONU quien acude al rescate. Es Elon Musk. Desde su teléfono, despliega miles de terminales Starlink y salva la conectividad de un estado soberano en plena guerra.
Unos meses después, el mismo Elon se niega a activar el servicio en Crimea para evitar una escalada del conflicto. Ni el mismo Pentágono logra convencerlo.
Se nota que no estaba su amigo Trump en la Casa Blanca, aunque ahora creo que tampoco le hubiese hecho mucho caso.
Pero vamos a lo importante, esta situación me hizo pensar en algo más relevante.
¿Quién manda hoy en día en las decisiones que nos afectan a muchas de nuestras vidas?
La respuesta seguramente no es la que todos nosotros quisiéramos escuchar.
Un CEO. Con más poder operativo que muchos gobiernos. Y sin tener que rendir cuentas a ningún parlamento.
Eso es lo que Ian Bremmer denomina como tecnopolaridad: un nuevo orden donde las grandes tecnológicas —y sus líderes— rivalizan con los estados no sólo en lo económico, sino en lo militar, lo político y lo social.
Y no es una distopía futura.
Por suerte o desgracia, nunca se sabe.
Es el presente.
Las empresas que empezaron vendiendo anuncios, ahora entrenan los modelos de IA más avanzados, dirigen satélites, gestionan infraestructuras críticas y negocian tratados comerciales (de facto) con gobiernos.
Algunas incluso redactan sus propias regulaciones, o despiden a los funcionarios encargados de controlarlas.
Lo paradójico es que el sueño utópico del Internet libre —esa promesa de empoderamiento ciudadano— ha mutado en una realidad más oscura: una concentración de poder sin precedentes, ni contrapesos.
No vivimos en un mundo post-estado. Vivimos en uno post-democrático.
Un mundo híbrido, donde los datos fluyen en plataformas privadas, pero el poder se ejerce con la legitimidad del Estado.
Un mundo en el que China ha apostado por el control total del gobierno… y EE.UU. por la fusión entre mercado y soberanía.
¿Y Europa?
En medio.
Regulando.
Lo difícil es que no tenemos referentes tecnológicos propios.
Intentando poner puertas al campo con tratados, mientras su población se conecta a productos hechos en Silicon Valley o Shenzhen.
Esta publicación no quiere ser una advertencia. Es un recordatorio.
De que la tecnología, como el fuego, puede iluminar o quemar.
Y que la pregunta no es quién tiene el poder, sino quién tiene el poder de limitarlo.
Porque si todo lo que no está regulado queda en manos de un algoritmo, y todo lo que no se pregunta se convierte en norma…
…entonces quizás no necesitamos más innovación.
Sino más coraje.
Para mirar al Leviatán a los ojos y preguntarle:
“¿Tú para quién trabajas?”
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
PD.1 Si te interesa el vínculo entre IA y poder político, esta entrevista con Mustafa Suleyman e Ian Bremmer es imprescindible.
PD.2 Para un enfoque histórico sobre cómo se construyen y reparten los imperios invisibles, te recomiendo este libro: La era del capitalismo de la vigilancia de Shoshana Zuboff.
PD.3 Y si quieres empezar por una ficción que anticipó muchas de estas tensiones con escalofriante precisión, relee el final de 1984 de George Orwell. Spoiler: no lo escribió pensando en un gobierno chino. Yo lo volví a leer este verano y creo que hoy en día la realidad supera a la ficción, pero pensar que alguien en 1948 pensase en todos esos mecanismos de vigilancia ponen los pelos de punta.