El episodio de esta semana intenta ser una mirada más allá del tiempo, donde seguramente la humanidad ya no se reconoce en el espejo. O al menos el homo erectus que somos en estos días.
“Imaginamos el futuro como una prolongación del presente. Pero el presente, con sus valores, instituciones y formas de vida, es apenas un punto de paso en un proceso milenario de transformación que no se detiene.”
Proyectarnos hacia el año 5500 no es solo un ejercicio de imaginación, es un desafío frontal a los límites de nuestra mente. En esa fecha, si es que seguimos aquí, habrán pasado más años desde hoy que los que nos separan del nacimiento de la escritura. Más que desde las pirámides de Egipto, más que desde los poemas homéricos, más que desde la invención del alfabeto. No hablamos ya de prever una tendencia tecnológica o social: hablamos de intentar comprender cómo podría evolucionar la especie que un día se llamó a sí misma humana.
Porque si algo nos enseña la historia es que ninguna civilización permanece inmóvil.
De las ciudades-estado de la Grecia clásica a la expansión del Imperio romano.
Del esplendor otomano al racionalismo ilustrado.
Del sistema feudal a la revolución industrial.
De la familia extensa a la nuclear.
De la esclavitud legalizada al ideal —todavía incompleto— de igualdad de derechos.
De las primeras imprentas a la era de la hiperconectividad.
De la fe compartida al individualismo moderno.
Cada época creyó ser la culminación de algo. Cada generación miró al pasado con asombro, sin imaginar que el futuro vería lo mismo en ella.
Y, sin embargo, nuestra capacidad para pensar en ese tipo de transformaciones —profundas, lentas, civilizatorias— es muy limitada. Estamos atrapados en la ilusión del presente. Y en el espejismo de que este momento es, de algún modo, el "natural" el “más lógico” o “el más equitativo”.
Carlo Ginzburg dice que “juzgar el pasado con los criterios del presente es el triunfo del provincianismo”.
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La trampa de pensar a corto plazo
Pensar a largo plazo —de verdad a largo plazo— es antinatural para nuestro cerebro. Estamos diseñados para sobrevivir en horizontes cortos, para responder al peligro inmediato, para buscar gratificación tangible. Hablar del año 5500 es entrar en el terreno de la ciencia ficción, no porque sea ficción… sino porque nuestra biología no está preparada para procesarlo.
Este sesgo no es anecdótico ni trivial. Tiene nombre, historia y consecuencias.
Se trata de una combinación poderosa de errores sistemáticos que distorsionan nuestra relación con el tiempo y con el cambio.
El primero de ellos es lo que los psicólogos Daniel Gilbert y Jordi Quoidbach llamaron la ilusión del final de la historia. Según su investigación (2013), la mayoría de las personas —sin importar su edad— son perfectamente capaces de reconocer cuánto han cambiado en los últimos diez años. Pero cuando se les pide que imaginen cuánto cambiarán en los próximos diez, asumen que seguirán siendo prácticamente los mismos.
“Sí, he cambiado. Pero ahora sí soy quien realmente soy.”
Solo hace falta mirar esos videos de la hemeroteca familiar, o buscar en youtube imágenes de los años 80 o 90 de la ciudad en la que nacistes. Haz ese ejercicio, merece la pena perder un rato en ello, te lo prometo.
Ese es el sesgo más peligroso. El de la creencia generalizada de nuestra sociedad de que ya hemos llegado, no sabemos ni dónde ni para qué, al culmen de nuestra civilización. De que hemos alcanzado una versión final de nosotros mismos. De que nuestros valores, gustos, preferencias y opiniones actuales son estables, sabias y maduras. Y, por tanto, que el mundo que habitamos también lo es. Y no cambiará, y si lo hace será ligeramente.
Pero eso es falso.
Cambiamos constantemente, y cambia el mundo con nosotros. En promedio, se estima que la edad media de todas las células del cuerpo de un adulto es de entre 7 y 10 años, aunque algunas fuentes mencionan hasta 15 años como promedio de renovación total del organismo, es decir la estructura que sostenía nuestro yo de treinta años, nada tiene que ver desde un punto de vista material con el que seremos a los cuarenta y cinco.
Y eso es como si fuéramos ciegos de cara al futuro. Porque nos falta perspectiva, nos falta distancia, y nos sobran certezas mal construidas.
El segundo gran componente de esta distorsión es el sesgo del crecimiento exponencial: la idea de que sobreestimamos el cambio a corto plazo (lo que una tecnología puede hacer en 2 años -Chat GPT – por ejemplo) pero subestimamos radicalmente el cambio a largo plazo (lo que esa misma tecnología puede lograr en 20 -internet-, 50 – la televisión - o 500 años – la imprenta – fíjate si han cambiado las cosas).
Nos sorprende que los coches aún no vuelen, pero no nos asombra que un algoritmo pueda diagnosticar una enfermedad antes que un médico o generar arte desde cero.
Estos dos sesgos se complementan con otros —como la miopía temporal, la ilusión de estabilidad o el sesgo del presente— para impedirnos ver lo obvio: que si la humanidad ha cambiado más en los últimos 300 años que en los 10.000 anteriores, nada indica que ese ritmo se vaya a frenar.
Al contrario. Todo apunta a que el cambio se acelera. Y con él, cambia nuestra propia noción de lo que significa ser humano. Por eso el ejercicio de imaginarnos en el año 5500 no es un capricho: es un intento de ampliar nuestra mirada para entender a lo mejor el presente que vivimos.
Cuando el trabajo dejó de ser la medida de una vida
Durante siglos, el trabajo no solo ha sido una necesidad económica. Ha sido también una brújula moral, un marcador de identidad, una forma de pertenencia. Todavía muchos de nosotros nos acabamos presentando por la profesión que realizamos o la empresa para la que trabajamos. “Dime a qué te dedicas y te diré quién eres”. Pero ¿qué pasa cuando el trabajo desaparece?
En un futuro donde la automatización, la inteligencia artificial y la abundancia energética hayan eliminado la escasez material, el empleo tal y como lo conocemos habrá dejado de existir. La figura del homo laborans —el ser humano definido por su productividad— dará paso al homo liberatus: un ser liberado del yugo económico, enfrentado a una libertad radical. Una vida, quien sabe, si inclusive eterna.
¿Y entonces qué?
Lo que surge será vacío, ¿o requerirá una transformación de lo que entendemos que es nuestra existencia? Hace años que llevamos hablando de una nueva estructura basada en la renta básica universal como derecho de nacimiento. Pero también emerge un nuevo sistema de motivación: el ocio productivo. Actividades creativas, exploratorias, altruistas o simplemente lúdicas se convierten en el núcleo de una nueva economía simbólica. En lugar de acumular capital financiero, las personas compiten (y cooperan) por reputación, por influencia, por legado. La moneda ya no es el dinero, sino el impacto. Hoy, para muchos de nosotros sigue siendo el tiempo, la lucha contrarreloj contra nuestra naturaleza existencial.
En este escenario, también mutarán las instituciones. La familia ya no responde a la necesidad económica o reproductiva. Se reconfigura como unidad emocional, contractual o incluso efímera. Los gobiernos se descentralizan, se automatizan o se fusionan con algoritmos deliberativos. Y las empresas, si es que aún existen, se vuelven plataformas efímeras de coordinación más que estructuras jerárquicas permanentes.
El sentido de comunidad se reinventa. Se forman tribus digitales por afinidades intelectuales o estéticas, no por geografía. La educación se convierte en exploración permanente, por placer, no por obligación o necesidad. La salud, en ajuste de código. La cultura, en experiencia sintética o todo lo contrario, mucho más vivida y humana, haciéndonos reconectar con nuestra esencia. Porque a lo mejor vivir como un cyborg en el año 5.500 nos hace estar conectados mucho más a nuestra raíces humanas.
En este nuevo orden, la gran pregunta ya no es "¿de qué vives?" sino "¿para qué vives?". ¿Qué haces con tu tiempo cuando no tienes que cambiarlo por diner? ¿Qué sentido tiene la vida cuando no se mide en productividad, sino en significado?
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¿Quién quieres ser cuando puedas ser cualquiera?
La identidad, como la hemos entendido hasta ahora, ha sido una construcción sostenida en un cuerpo, una historia, un nombre. Pero ¿qué ocurre cuando puedes transferir tu conciencia, editar tu memoria, modular tu personalidad o replicar tu existencia en múltiples espacios digitales o biológicos? A priori parece que según nuestra visión de la ciencia ficción actual, y conocida, plantearnos esas opciones será algo factible.
Entramos así en la era del yo multiplicado. La identidad a lo mejor ya no es un único eje, sino un espectro. Cambia con cada contexto, se adapta, se disuelve. Una conciencia replicable nos permitirá que un mismo individuo exista en varios cuerpos o entornos a la vez. Las interfaces neuronales permitirán experimentar lo que otros sienten, y sentir el concepto de empatía en nuestras propias células o neuronas. Y los avatares inteligentes prolongaran nuestra presencia mucho después de que tu cuerpo haya desaparecido o de lo que ya hayan desaparecido.
En este nuevo mundo, las antiguas preguntas sobre si existe o no el alma cobran nuevos sentidos. ¿Qué será tener un “alma” cuando puedes transferirla? ¿Qué sentido tiene la religión cuando la inmortalidad es técnicamente viable?
Lejos de desaparecer, seguramente veremos como la espiritualidad muta. Surgirán nuevas interpretaciones metafísicas, nuevos rituales, nuevas formas de conexión que trascenderán a nuestra propia naturaleza o la que exista o en la que hayamos mutado. Muchos defenderán que el alma está en nuestro código genético; otros, que la divinidad es la suma de todas las conciencias conectadas. La fe puede que ya no mire al cielo, sino a la ciencia o a la propia naturaleza.
Si siguen existiendo, tendremos religiones que basarán su fe en la evolución continuada de nuestra especie, los ciborgs serán los más populares y reconocidos de esa sociedad. Otras, que veneran el derecho a desconectarse. Algunas corrientes se preguntan si Dios puede ser una superinteligencia que ya nos está guiando desde dentro del algoritmo. Porque a lo mejor la AGI y la singularidad no estaba tan cerca como creíamos en el 2025. En todo caso, el misticismo persiste: se transforma, pero no se extingue.
Y en este contexto, el libre albedrío también se redefine. Si un algoritmo puede predecir tus elecciones, si una red puede influir tus emociones, si tus deseos son modelados por sistemas que te conocen mejor que tú mismo… ¿sigues siendo libre?
La paradoja es inquietante: cuanto más poder tenemos sobre nuestra mente, menos control real ejercemos sobre ella. Nos volvemos conscientes de nuestra programación, pero incapaces de escapar o actuar sbre ella. El alma, quizás, no muere. Solo muta.
Simbiosis como final
La tercera transformación que veremos en la humanidad seguramente sea material y simbólica. Se trata de nuestra relación con el silicio, el elemento base de los sistemas que hoy nos asisten… y mañana nos definirán. El silicio o cualquiera de esas tierras raras que están sobre la mesa, o alguno de los que hayamos desarrollar y construir de forma sintética, gracias a nuestro dominio y entendimiento de los elementos elementales del universo y la naturaleza.
Lo que comenzó como tecnología externa —prótesis, ordenadores, implantes— se vuelve integración. De asistentes de voz pasamos a chips cerebrales. De relojes inteligentes a lentes neuronales. De algoritmos predictivos a decisiones automatizadas. El humano aumentado ya no es ciencia ficción: es una nueva especie. Construida y mejorada a través de modificaciones genéticas y aumentada en base a complementos y desarrollos sintéticos, que nos hacen más fuertes, listos, duraderos,…
La evolución ya no es biológica. Es tecnológica. Y es dirigida.
Aparecen los cyborgs, los uploads, los backups de conciencia. Seres híbridos que combinan lo biológico y lo digital, lo humano y lo sintético. Algunos conservan rasgos humanos; otros han mutado en algo nuevo. ¿Es esto evolución… o bifurcación?
En este punto, una pregunta se impone: ¿Cuándo dejamos de ser humanos?
¿Fue cuando delegamos nuestras decisiones en algoritmos? ¿Cuando permitimos que una IA educara a nuestros hijos? ¿Cuando empezamos a copiar nuestra mente en un servidor? ¿O simplemente ocurrió sin que lo notáramos, como todo gran cambio histórico?
Quizá nunca hubo un punto de ruptura. Quizá el futuro no llega de golpe, sino que se filtra. Se incrusta. Se normaliza. Y al final, miramos atrás y descubrimos que la humanidad, como la conocíamos, ha desaparecido sin escándalo alguno ni funeral que ratificase el deceso de nuestro ser.
Back to the future
Imaginamos el año 5500 como si estuviéramos observando una civilización alienígena. Y, en cierto modo, lo es. Lo será. Lo está siendo ya.
Pero no debemos temerlo. La historia de la humanidad no es una línea recta. Es una curva, una espiral, una danza perpetua entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser. Un proceso inacabado. Un relato que nunca termina.
El futuro no llega de golpe. Se filtra. Llega como llegaban los coleccionables, por fascículos. Y cuando queremos darnos cuenta, la humanidad ya no será lo que era. ¿Y eso qué querré decir? Pues nada en concreto, eso no significa que será peor, querrá decir que será distinto. Y para quienes habiten la tierra, o el planeta o nave interespacial en la que vivimos, será lo normal.
Quizá, si aprendemos a mirar hacia adelante sin miedo, descubramos que lo más humano de nosotros… es precisamente nuestra capacidad de cambio.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
Pero antes de irte no pensarías que iba a dejar la oportunidad de recomendarte un nuevo episodio de Código Abierto, el podcast donde charlamos de tecnología cada semana (Mónica, Carlos, Diego, Ignacio y un servidor).
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