Cómo construimos un castillo digital
… y cómo se derrumbó
Si me llevas leyendo un tiempo, ya sabes que tengo un pequeño lado obsesivo-compulsivo.
Y si has llegado aquí hace poco, quizá te estés diciendo: “¿Pero qué le pasa a este hombre con las burbujas? ¿Por qué escribe de lo mismo cada dos por tres?”
Lo entiendo. Desde fuera puede parecer una fijación extraña. Ya me pasó con la creatividad, y con otros temas diversos y seguramente desconectados entre sí.
Pero en realidad tiene una explicación simple: revivir las burbujas del pasado es una forma de prepararnos para las del presente.
Y ahora mismo, mientras miramos cómo avanza la IA a una velocidad casi incómoda, la historia puede ser una herramienta más útil que nunca para lidiar con el presente.
No para asustarnos, sino para ayudarnos a tomar perspectiva, mitigar miedos y reconocer patrones que ya hemos vivido antes, aunque con otros nombres y otros protagonistas.
Las burbujas no nos enseñan tanto sobre el futuro como sobre nosotros mismos.
Con ese contexto, volvamos a una escena que podría haber sucedido en los albores de este siglo.
Porque a veces una imagen vale más que cien palabra, dejame intentar recrearla en tu mente.
Esta escena que podría haber ocurrido en cualquier ciudad del mundo en el año 2001.
Una oficina vacía.
Las luces apagadas.
El silencio todavía reciente, como si todo el mundo hubiera salido corriendo y no pensara volver.
En una esquina, un peluche del perro de Pets.com, caído de lado, con esa sonrisa cosida que ahora parece casi irónica.
Un pequeño objeto que resume un sueño enorme.
Quizá fue en lugares como este donde muchos comprendieron, por fin, que lo que habíamos vivido no había sido una revolución económica, sino un espejismo colectivo.
Un delirio compartido que confundió posibilidad con certeza.
Porque las burbujas nunca se construyen sobre tecnología.
Se construyen sobre narrativas.
Y pocas han sido tan seductoras, y tan caras, como la historia que nos contamos sobre Internet en los noventa.
Hay algo casi poético en cómo empezó todo: Internet nace como un proyecto académico y militar. Nada de glamour. Nada de dinero. Solamente conectar a las universidades para apoyar el desarrollo armamentístico y militar de los EE.UU.
Y, sin embargo, unos años después, se conviertió en la mayor promesa económica que habíamos visto.
¿El punto de inflexión?
El navegador.
La posibilidad de que cualquiera pudiera “entrar” en la red y moverse por ella sin necesidad de saber programar.
Ese pequeño cambio generó uno mucho mayor: Wall Street olió un nuevo mundo.
Y, con él, un nuevo tipo de riqueza que parecía no tener límites.
La economía del “no pasa nada”
En la newsletter hemos hablado muchas veces del peligro de las ideas que nadie cuestiona. Y la burbuja puntocom se construyó sobre una de las más seductoras:
“Si el futuro será digital… todo lo digital es valioso.”
Era falso, pero sonaba bien.
Tan bien que nadie se molestó en buscar pruebas que lo refutaran.
Empresas sin ingresos valían miles de millones.
La métrica de los “eyeballs”1sustituyó a la realmente importante que era la de los beneficios.
La visibilidad se confundía con el valor.
Y se hizo habitual otra métrica que hoy parece surrealista: el famoso burn rate, la velocidad a la que se quemaba dinero se convirtió en señal de ambición, y no de riesgo.
El sesgo de las historias demasiado bonitas
Como dice John Cassidy en Dot.Con: The Greatest Story Ever Sold: “La realidad no importaba. La percepción sí.”
Y ese es el origen del problema.
Porque cuando la narrativa es lo bastante fuerte, interfiere en nuestras decisiones.
La prensa la amplifica, los inversores la financian, los directivos la repiten… y todos acabamos siendo partícipes de un bucle que se parece más a una religión que a un mercado.
Lo realmente complicado de estas situaciones es que, desde dentro, casi nadie es capaz de ver la burbuja.
Solo se ve la promesa.
Sin embargo, en esos momentos había señales, que mucho ignoraron.
Las migas de pan estaban por todas partes, sólo había que seguirlas para llegar al origen del problema, eran muchas y muy claras:
Gasto descontrolado → considerado “necesario para escalar”.
Los CEO celebritys → más famosos por las portadas de las revistas que por el P&L de sus empresas.
Oficinas vacías → llenas de muebles caros que nunca se amortizaron.
Startups sin modelo → corriendo hacia el IPO como si fuera la salvación.
Cada una de esas migas apuntaba a la raíz del problema que nadie quería ver: la burbuja estaba llena de aire.
El día que sonó el despertador
En el año 2000, el Nasdaq tocó los 5.000 puntos. Cifras históricas para el índice tecnológico, un hito económico más que reseñable.
Meses después había perdido el 80%.
De un día para otro, las oficinas se vaciaron, startups desaparecieron y millones de personas perdieron sus ahorros.
La narrativa colapsó.
Y, con ella, una industria entera.
Lo interesante no es tanto la caída en sí. Era de esperar cuando una burbuja de tal calibre estalla, sino lo rápido que cambiaron los discursos: los mismos medios e inversores que alimentaron la euforia pasaron a defender la prudencia.
Como si hubieran olvidado su entusiasmo reciente por la llegada de la enésima tecnología que cambiaría la forma en la que vivía la humanidad.
¿Te suena? ¿Ves algún paralelismo con el mundo en el que vivimos hoy?
Lo que deberíamos recordar
La lección no es que la tecnología fuera mala. De hecho, tenían razón: Internet cambió el mundo.
Pero lo hizo a un ritmo distinto, con modelos de negocio que tardaron años en aparecer y con una lógica menos lírica y más pragmática.
Algunas lecciones que deberíamos haber aprendido de esta burbuja fueron que:
La innovación no elimina la necesidad de sentido común.
Las historias no sustituyen a los modelos.
Los mercados no dejan de ser humanos solo porque sean digitales.
Y quizá lo más importante:
Cada burbuja viene con un nuevo disfraz, con una nueva promesa, pero la estructura emocional es siempre la misma.
Internet era real. El dinero de los inversores también.
Lo que no era real era la narrativa que construimos alrededor.
Ese es el verdadero aprendizaje.
La burbuja de la IA, y sus migas de pan.
Hay tres paralelismos demasiado evidentes como para ignorarlos.
El primero es la narrativa, promete una revolución sin precedentes:
Años 90 → “Internet lo cambiará todo.”
Hoy → “La IA lo cambiará todo.”
Es el mismo patrón emocional: la sensación de que estamos ante un salto histórico que nadie se puede perder. La narrativa crea urgencia, y la urgencia crea FOMO.
El segundo paralelismo es el del capital, pero con un matiz importante.
En 1999, los VCs firmaban cheques en servilletas.
Hoy, el capital vuelve a llegar antes que la capacidad real de ejecución, pero la situación no es exactamente la misma. Los LLMs ya generan ingresos, y en algunos casos ingresos significativos.
Ese es el cambio fundamental respecto a la burbuja puntocom: esta vez no estamos apostando a un vacío narrativo, sino a una tecnología que ya está monetizando.
Lo que el mercado está penalizando ahora no es la narrativa, sino la incapacidad de ejecutar a la velocidad que exige esta narrativa. Esta vez la métrica desproporcionada ha sido la famosa AGI, y ahora parece que el suflé empieza a bajar.
Mientras tanto, fondos y corporaciones anuncian estrategias “AI-first”, incluso antes de tener los equipos, la infraestructura o la experiencia necesaria para llevarlas a cabo.
Es una carrera donde muchos ya están corriendo, antes de aprender a caminar.
El tercer paralelismo exige hacer una distinción importante. En 1999, no estaba claro el modelo de neogico. Había tráfico, había promesas, había titulares pero no había captura de valor.
Hoy la situación es distinta. Sabemos perfectamente cómo se monetiza la IA, y sabemos que habrá muchas más formas que hoy somos incapaces de ver.
La web tardó años en despegar. La IA necesitó semanas.
ChatGPT → 100M usuarios en tiempo récord
GitHub Copilot → uso masivo entre ingenieros
Modelos open-source → más y más de proyectos cada semana, sólo hay que mirar en Huggingface.
Internet era algo que había que “hacer, estar”. La IA se adopta porque es útil desde el primer minuto.
La pregunta que diferencia a los ganadores de los que se quedarán atrás no es si este mercado será grande, sino qué tan grande queremos hacerlo y a qué velocidad somos capaces de convertir esa ambición en productos que funcionen, escalen y generen retornos.
Qué problemas nos encontraremos, startups sin diferenciación (los famosos “wrappers”). Costes desorbitados sin un plan claro para reducirlos, la IA es carísima, eso ya lo sabemos todos, y no solo en el entrenamiento. El problema viene con la esacalar. Si no sabes cómo vas a abaratar la inferencia, no habrá negocio rentable.
Narrativas absolutistas: “Toda empresa debe tener un modelo propio.” “Si no usas IA, desapareces.” “Hay que ser AI-first.”
Ese lenguaje es típico de burbuja.
Es dogma, no análisis.
También déjame recordarte que si te gusta la tecnología, el podcast de Código Abierto puede ser una muy buena opción.
Food for thought
Para cerrar la edición de esta semana, déjame que vuelva a esa oficina vacía, al perro de Pets.com tirado en el suelo, con su sonrisa cosida apuntando a ninguna parte.
Un símbolo pequeño de una historia enorme.
Y pienso que, si algo distingue a las burbujas, es nuestra extraordinaria capacidad para convencernos de que esta vez es diferente.
Que ahora sí hemos encontrado la excepción, la fórmula mágica, la tecnología que se libra de la gravedad.
Pero la historia, cuando la miras sin adornos, siempre susurra lo mismo: Casi nunca es diferente.
Las narrativas cambian, las siglas cambian, los protagonistas cambian. Pero la psicología humana, el miedo a quedarse atrás, la euforia, la fe en lo nuevo, esa no cambia tanto.
La escena del perro de Pets.com es un recordatorio silencioso de que la tecnología puede ser real, transformadora y extraordinaria… pero también puede convertirse en un espejo donde proyectamos demasiado de lo que deseamos y demasiado poco de lo que es.
Y mientras observamos la aceleración de la IA, vale la pena llevar esa imagen en el bolsillo.
No para frenar el impulso, sino para caminar con perspectiva, con lucidez, y con la humildad de saber que las burbujas no son un error del sistema: son un reflejo de nosotros mismos.
Y eso es todo por hoy. Si algo de lo que has leído te ha removido, dímelo.
Ya sabes que estoy al otro lado si quieres comentar, discrepar o simplemente saludar.
Que nunca te falten ideas, ni ganas de probarlas.
A.
Aquí te dejo unas lecturas para seguir tirando del hilo:
El Interruptor Principal de Tim Wu donde nos explica por qué toda tecnología pasa del caos a la concentración.
Dot.Con: The Greatest Story Ever Sold de John Cassidy, una autopsia lúcida de la burbuja punto com.
Y como decía aquel mítico vendedor de enciclopedias que llamaba a casa justo a la hora de la cena… yo he venido aquí a vender, me da igual que tú no quieras comprar. Así que, faltaría más: De la EGB a la AI del thin tank, Mundos Posibles. Una reflexión accesible y muy de aquí sobre cómo hemos pasado de soplar cartuchos de la Super Nintendo a intentar descifrar la complejidad de la IA moderna sin que nos explote la cabeza.
Durante la burbuja puntocom se usaba “eyeballs” como métrica clave: cuantos más ojos miraran una página (más tráfico, más usuarios registrados), más se suponía que valdría la empresa, aunque no tuviera ingresos ni beneficios.


